La bancarrota del Estado austriaco de 1922

FuegoEn mayo de 1922 Alexis Tsipras se llamaba Ignaz Seipel y no vivía en Atenas, sino que se sentaba, inquieto, en su despacho del Hofburg de Viena.

4 de Julio.- Europa se prepara mañana para el que, probablemente, sea el nudo más decisivo de su historia desde la caida del muro de Berlín. Los griegos, al borde de llamarse de todo menos guapos, votan mañana un referendum que todo indica que se va a decidir por una diferencia más ajustada que el tanga de una garota de Copacabana ¿Se prolongará el susto? ¿Seguiremos prefiriendo estar amarillos que una vez colorados? Se verá.

Lo que parece totalmente indiscutible es que, de todas maneras, tanto si gana una parte como si gana otra, Grecia se encamina a un remolino político de consecuencias imprevisibles. Entre los de los neonazis con nombre de especialidad erótica (esos del “amanecer dorado”) o el populismo de izquierda de Syriza (“dejadnos solos, que ya veréis cómo nosotros arreglamos el estropicio con estas manitas”) elija usted el mal que le parezca menor.

La bancarrota austriaca de 1922

La Historia nos enseña que estas cosas tienen, más tarde o más temprano, mal final. En mayo de 1922 Austria era Grecia y diez años después el austrofascismo bailaba una macarena que no terminaría hasta el fin de la segunda guerra mundial.

En aquel momento, como ahora, fueron los acreedores internacionales los que jugaron un papel decisivo. Por razones obviamente políticas.

El 31 de Mayo de 1922, el canciller Ignaz Seipel, prelado, teólogo y precursor malgré lui del austrofascismo, tomó el poder en nombre del partido social cristiano. Parafraseando a Quevedo, miró los muros de la patria suya y se le cayeron todos los palos del sombrajo. La economía austriaca era una vagoneta sin control, como aquella en la que Indiana Jones huía de los esbirros del sacerdote malo del templo maldito, Mola Ram. La gente estaba condenada al hambre por una hiperinflación caballar, la moneda había perdido 15000 veces su valor tomando como referencia el patrón oro, en vigor entonces. Una pan costaba miles de veces más que antes de la primera guerra mundial y la economía austriaca se encontraba literalmente aplastada por la imposición de las potencias vencedoras de la primera guerra mundial, particularmente Inglaterra y Francia, de pagar las famosas indemnizaciones (¡Si hasta se incautaron de las joyas de la corona de los Habsburgo!).

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Seipel pide por amor de Dios

Seipel se dirigió a los acreedores internacionales y a la sociedad de naciones y trató de convencerles de lo difícil de la situación de Austria. Sin una línea de crédito que inyectase fondos en la economía, la pequeña República estaba condenada a la catástrofe. Los acreedores internacionales, como pasa hoy con Grecia, no se dejaron impresionar. No, como en el caso de los griegos, porque les viniera a la cabeza el clásico cuento de la cigarra y la hormiga, sino porque pensaban que Austria, como país, era completamente inviable.

Tras un verano de infarto y un principio de otoño en donde Seipel, sin duda, debió de rezar muchos rosarios, el 4 de octubre de 1922 se firmó en Ginebra un protocolo por el cual se concedía un crédito para salvar la economía austriaca a cambio de unas condiciones draconianas. Un diez por ciento de interés sobre el total y la promesa del Estado austriaco de despedir a un tercio de sus funcionarios (alrededor de 84.000, multipliquen por cuatro o por cinco y tendrán mis lectores la cantidad de personas que pasaron hambre). Como con la llamada “troika”, los acreedores internacionales nombraron un comisario general, el holandés Alfred Zimmermann, para que vigilase que los austriacos ahorraban todo lo que podían y no se lo gastaban en Grünen Veltliner. Poco podían, por cierto, porque el dinero se fue dando en incomodísimos plazos. Por los acuerdos de Ginebra Austria renunciaba de facto, además, a cualquier soberanía financiera.

Syriza, entonces, fueron los socialdemócratas, que acusaron a Seipel (el cual, por cierto, repitió de canciller) de alta traición y se juraron acabar con los dictados de los acreedores internacionales.

La austeridad, en este caso, funcionó solo a medias. Es cierto que la divisa austriaca, la corona, se estabilizó y que el presupuesto del Estado austriaco quedó más aseado que antes. Sin embargo, como el bueno de Zimmermann era bastante miope, no se dio cuenta de que, en aquellas condiciones, era imposible que la economía austriaca creciera (como pasa hoy con la griega). El paro escapó de todo control, hubo quiebras por doquier y en 1929 la depresión mundial terminó por mandar a tomar por saco lo poquito conseguido. En 1934, como consecuencia de la gravísima situación económica, Austria entró en una guerra civil que culminó con el ascenso al poder del austrofascismo.

Desde Berlín, un antiguo cabo austriaco, Adolf Hitler, observaba los acontecimientos con interés.


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