El martes se conocerá la combinación de partidos que regirá los destinos de los vieneses durante los próximos cinco años. Quizá sea el momento del análisis.
18 de octubre.- A veces, a uno le gusta imaginarse la investigación, cualquier rama de la ciencia, como una especie de mina a la que los científicos bajan para buscar, a veces, pedacitos muy pequeños de saber que están mezclados con toneladas y toneladas de saber, si no inútil, sí secundario.
Al contrario que en la minería, en la ciencia lo importante no es lo gorda que sea la pepita de oro, sino el lugar que esa pepita de oro pueda ocupar en lo que podríamos llamar un sistema de conocimiento.
Por eso, en la ciencia (en todas, aunque a primera vista pudiera parecer lo contrario) es muy importante la capacidad de construir sistemas y, por lo tanto, la interpretación.
Una de las batallas interpretativas más movidas de la historia moderna (casi tanto como esos leñazos que se dan los galos en los tebeos de Asterix) es la de dilucidar el por qué una nación avanzada, culta y, por lo menos en términos relativos, rica, como era la Alemania de la primera posguerra mundial, sucumbió al encanto de un paleto sin estudios nacido en un poblacho provincial austriaco.
Ha habido hipótesis para todos los gustos: desde los que achacan el ascenso de Hitler a una especie de defecto congénito del alma alemana a los que, por el lado de lo descabellado, lo achacan a una cadena de conspiraciones urdidas por el Príncipe de las Tinieblas.
Siguiendo con la metáfora minera, lo cierto es que la información fluye fatal desde las entrañas de la mina del conocimiento, lo que podríamos llamar la primera línea de la investigación, hacia arriba, o sea, hacia los que, por muy curiosos que seamos, nos encontramos en la superficie de las cosas. Y muchas veces en el inconsciente colectivo no quedan más que determinados tópicos que, como todos los tópicos, tienen su parte de verdad, pero también, como todos los tópicos, a veces resultan un revoque bastante grosero que a veces enturbia las cosas más que las aclara.
En las últimas elecciones a la alcaldía vienesa, una de las pocas cosas incontestables es que los sistemas de predecir con cierta aproximación los resultados electorales han fallado del modo más estrepitoso.
A mí me da la sensación de que esto ha sucedido por lo pegajosos que, al final, resultan los tópicos y por el uso que hacen los propios partidos de la imagen que, en el inconsciente colectivo, existe de sus votantes.
Por poner un ejemplo, la cúpula de los verdes (Die Grünen) se dejaría arrancar la piel a tiras antes de admitir que uno solo de sus votantes deja de separar el vidrio del carton al tirar la basura, lo mismo que la ultraderecha trata de competir con las fuerzas tradicionalmente de izquierdas, no solo usurpando una determinada retórica (basada principalmente en el adjetivo „social“) sino también tratando de proyectar una imagen popular de sus votantes y, podríamos decir, alejada de la letra impresa.
De hecho, los que nos dedicamos a analizar la evolución de la política austriaca abusamos bastante (me acuso, padre, he pecado) de estos tópicos, porque, a la vista del discurso que los partidos proyectan, resulta muy cómodo utilizarlos como herramientas que explican con alguna fiabilidad las reacciones de esa cosa de motivaciones tan oscuras que llamamos „la masa“.
Sin embargo ¿Cuánto hay de verdad en estos tópicos? Hoy, el periódico austriaco Die Presse publica una segmentación de los votantes de los diferentes partidos atendiendo al criterio de su nivel educativo. Así, nos enteramos de que los trabajadores (esto es, personas que solo tienen un nivel educativo básico) son la principal cantera de votantes de la ultraderecha. Un 53% de las personas con el expediente educativo más mondo y que acudieron a votar el día 11 se inclinaron por el FPÖ, en tanto que algo más de un treinta por ciento se inclinaron por el Partido Socialista, tradicional. Más o menos un 20 por ciento de los trabajadores se inclinaron por el resto de los partidos.
Conforme uno va subiendo por la escala del sistema educativo, la ultraderecha va perdiendo adeptos. En el grupo de aquellos que, como máximo, tienen la selectividad, la ultraderecha es preferida por el 23 por ciento de los votantes en tanto que los socialistas suben hasta un cuarenta por ciento de los votantes. Entre aquellos que tienen un título universitario, las simpatías se dividen de una manera sorprendente: hay un trece por ciento que vota al Partido Popular Austriaco (el FPÖ no deja de ser, en muchos aspectos, como el partido popular pero despojado de toda conexión con el pensamiento social-cristiano), trece por ciento que vota a los Neos y trece por ciento que vota a la ultraderecha. La mayoría de las personas con un título universitario se han decantado por el Partido Socialista (un 37 por ciento) y un 22 por ciento por los verdes.
En las últimas elecciones, la ultraderecha era el partido menos votado entre aquellos que tenían un título universitario (apenas alcanzó el 9 por ciento de los votos) sin embargo, en estas ha mejorado mucho entre ese público. Lo cual no deja de ser preocupante. Por un lado, por la situación del país y, por otro, por la situación de un sistema educativo capaz de producir especímenes semejantes.
Lo cierto es que, según demuestran los análisis de las llamadas „corrientes de voto“, que analizan los transvases de votos de un partido a otro, la ultraderecha no ha ganado su principal caudal de votos de los partidos conservadores, sino que han sido los desilusionados por la gestión del Partido Socialista los que se han cambiado hacia la acera azul (!?)
Natualmente, para terminar de interpretar todos estos datos, nos hace falta un componente fundamental: el futuro ¿Qué dirán de nosotros los analistas del año 2050? Casi mejor ni preguntárselo.
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