El otro día un lector me hizo una pregunta un poco personal (espero que no le moleste que lo cuente).
7 de Agosto.- El otro día me escribió un lector preguntándome algo que a él le parecía muy personal : cuándo y por qué decidí quedarme para siempre en Viena, lo que también era una manera de preguntarme por las razones que me habían llevado a tomar la « sublime decisión ».
Como suelo hacer en estos casos, le contesté honradamente aunque, en mi fuero interno, dudaba mucho (como lo dudo hoy tdavía) que mi respuesta pudiera resultarle de alguna utilidad. Por eso de que se trata, efectivamente, de un asunto muy personal que, como otras cosas de la vida, tiene mucho que ver con la manera de ser de cada uno y con la manera en que cada uno afronta ciertos hechos de la vida que se encuentran fuera de lo corriente.
En mi caso, decidí desde el principio que, si me venía a vivir a Viena sería para siempre. Y fue así porque soy un cobarde, gallina, capitán de las sardinas. En cierto modo, yo sabía naturalmente que, si la cosa se daba mal, podría volver a la que entonces era mi casa ; pero preferí actuar como si no hubiera vuelta atrás, porque como me conozco, pensaba que si sabía que existía un botón del pánico, a la primera dificultad me arrugaría y me querría volver con mi mamá.
Mi corresponsal había pasado ya este primer desconcierto y había descubierto, sin embargo, que las tentaciones de volver no se terminan con estos primeros coscorrones que te da la emigración hasta que aprendes alemán y te acostumbras a que la gente hable raro. Precisamente, cuando más tranquilo está uno, las sirenas (las de cola de pescadilla) empiezan a cantar desde el pasado. Uno se da cuenta de que los críos que uno dejó en el sur crecen, uno se pregunta para qué se inflige uno la tortura de hablar todos los días con gente que le mira pensando que necesita urgentemente un logopeda, cuando en su propio país podría decir « autodidacta » o « espejeante » o « dinamómetro » con una pronunciación perfecta ; y, es más : podría ir al médico y poder contar las cosas en su propia lengua sin tener que preocuparse de decir un disparate ; uno piensa si le merece la pena la dificultad, cuando allá todo era tan fácil –aunque uno, naturalmente, no sabía que era tan fácil cuando vivía allí- ; piensa uno también, por supuesto, en los suyos, que le sonríen desde el recuerdo. En sus padres, que envejecen y que le echan a uno de menos ; piensa en los críos que dejó, para quienes es una referencia en la distancia ; piensa en los amigos, colegas de generación, que cada vez que le ven le reciben como si fuera a ser la última (y es así porque uno es, en cierto modo, un mensajero que llega de ese mundo feliz del pasado). Piensa en que, si viviera en su país propio no tendría que pensar, cada vez que tiene días libres, si se va de vacaciones a Ulán Bator o va a ver a su familia. Piensa y piensa y piensa…Y se da cuenta de que, desgraciadamente, no se puede estar al mismo tiempo en dos sitios.
De estas crisis del ánimo, que lo son y muy profundas, se sale teniendo en cuenta dos conceptos (o, por lo menos yo salgo teniéndolos en cuenta) : en primer lugar, repitiendo como un mantra eso que los ingleses dicen (cito de memoria) de que « Absence makes the heart grow fonder » (o sea, que todo desde lejos es más bonito). Y no hace falta más, creo yo. Y la seguda es darse cuenta de que, como le pasaba a Ulises, pasado un tiempo, el tiempo suficiente, uno tiene nostalgia por una vida que ya no existe pero que uno sigue viendo como si existiera, de la misma manera que si uno mira al cielo en una noche de verano ve la luz de estrellas que desaparecieron hace miles de años.
Puede ser que mi decisión radical de pensar que no había otra alternativa se debiera también a eso, a negarme a aceptar que el veneno de la nostalgia entrara en mi torrente circulatorio. A mi decisión consciente de intentar disfrutar cada segundo de este viaje. Sin mirar atrás. No por valentía, sino por miedo. Principalmente, de mí mismo.
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