
A partir de hoy, la historia del arte austriaco es un poquitín más rica. Y todo gracias a un príncipe de Ghana. Quién lo iba a decir.
13 de marzo.- Soy un coleccionista de historias de personas. Me chiflan las anécdotas, grandes y pequeñas de la gente con la que me encuentro. Y, de todas, las que más me chiflan son aquellas que pasan inadvertidas a los propios protagonistas. Esta que traigo a colación aquí, y que estoy seguro de que ya he contado, la protagonizó un chaval al que conocí fugazmente, cuando trabajaba en una boutique después de haberse cansado de ser bailarín de Malú.
(Sí: de Malú).
El chaval era guapo pero recortadito, como les pasa a muchos bailarines, y un tiempo antes de que trabáramos relación, había estado un año viviendo en Japón. Como muchos de su oficio, había hecho un “casting” y, debido a sus carnes morenas y a que tenía pelo en el pecho, había sido fichado para un parque temático nipón que reproducía diferentes lugares europeos. Allí, todos los días tenía que desfilar vestido de Ortega Cano el día de su boda (o sea, de corto y con sombrero cordobés), bailando presunto flamenco y, sobre todo, teniendo cuidado de que se le viera bien el pelo del pecho, rasgo de la “pechonalidad” por el que muchas japonesas pierden el sushi, según parece, hasta el punto de que se acercaban a tocársela (la pechonalidad, se entiende).
(Juro al lector por la memoria de mis muertos que esto que cuento no se aparta un punto de la verdad verdadera, y que sería incapaz de inventar una historia semejante).
La experiencia fue amarga, sin embargo. A los dos meses, todos los europeos que hacían de europeos en aquel parque se habían acostado con todos (o sea, todos con todos, todos con todas, todas con todas y las variaciones que se le ocurran a la fogosa fantasía del lector).
Nuestro hombre, que estaba hasta el mismísimo monte Fuji de acostarse siempre con la misma gente, terminó aprovechando sus días libres para irse a Tokyo en tren bala y errar por aquella capital relimpia y solitaria y llena de gente tan cortés como fría (la población local, por lo visto no le llamaba la atención).
Me he acordado de él porque informa el Standard del redescubrimiento de un cuadro de Klimt que representa a un caballero de color la mar de guapo, de perfil.
PERSONAS EN EL ZOO
El cuadro fue pintado por Klimt en 1897 aprovechando que el retratado, un cierto príncipe William Nii Nortey Dowuona, estaba en el zoo que entonces había en el Prater de Viena, no como visitante, sino como objeto expuesto (!!!). O sea, como mi amigo, enseñando su “pechonalidad”.
En aquella época, como la gente no podía viajar tan fácilmente, era bastante frecuente que se trajese a personas de lugares remotos, se les acondicionara un espacio en los zoos y los vieneses, previo pago de entrada, pudieran asombrarse al ver a congéneres de pieles de colores distintos y costumbres inauditas. Ahora nos parece una monstruosidad, pero a los vieneses del siglo XIX, tan convencidos de su propia superioridad, el echar la tarde en el zoo viendo “salvajes” debía de parecerles una cosa sin el mayor particular.
Nuestro amigo William vino junto con otra gente de su clan, cuya residencia habitual estaba en lo que hoy es Ghana. Allí les llamó la atención, por su exotismo y su belleza, a Gustav Klimt y a otro colega, Frantz Matsch. Ambos le hicieron un retrato. El de Klimt, de medio perfil y el de Matsch (algo peorcillo) de frente.
Klimt le entregó su obra a una señora llamada Ernestine Klein, que prestó el cuadrito para una exposición de Klimt en 1922, la última vez que se pudo ver la obra en público antes de ahora. En 1922, por cierto, se exhibió el cuadro con el nada sutil título de “Cabeza de un negro”. Frau Klein tenía colgado el retrato en su tocador, lugar en donde estuvo hasta que, en 1938, la pobre mujer tuvo que huir de Austria cuando los nazis se anexionaron esta pequeña república. Los expertos piensan que sus pertenencias sufrieron una subasta forzosa en el Dorotheum.
En 2023 una pareja visitó una galería de arte en Maastricht. Llevaban bajo el brazo el cuadro de Klimt. Cuando se verificó su autoría, se llevó a un restaurador, que lo limpió de nicotina, porquería y de capas decoloradas de barniz (ahora se usan barnices sintéticos que no se oxidan con la luz ultravioleta, pero de toda la vida se ha barnizado los cuadros con barniz de resina de damar que, al ser un producto orgánico, amarillea casi desde el mismo momento de su aplicación).
Cuando lo iban a vender, los herederos de la Sra. Klein interpusieron una demanda de restitución, que se resolvió a su favor, y ahora el cuadro se vende para aquellos afortunados a quienes les sobren 15 millones de euros.
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