El archivero de la catedral de San Esteban se llevó la sorpresa de su vida cuando, al abrir un paquete, se encontró los restos de un difunto.
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31 de Octubre.- Hay noticias que parecen mentira, pero son verdad. La que vamos a contar hoy es una de ellas.
Hace algunos días, el archivero de la catedral de Viena, Franz Zehetner, recibió por correo un paquete desde Alemania. Venía sin remitente. La caja tenía una forma cúbica, de unos cuarenta centímetros de lado y estaba atada con un cordel.
La sorpresa de Zehetner debió de ser mayúscula cuando, al abrir el paquete, se encontró nada más y nada menos que con una calavera humana, protegida de las posibles peripecias del transporte con chips de poliestireno.
La calavera venía acompañada de una carta que al bueno de Zehetner le tocó la patata.
En ella, la persona que había enviado el paquete acometía un acto tan cristiano como es el de arrepentirse por una mala acción cometida en el pasado.
El hombre, residente en el norte de la patria de Angela Merkel, explicaba que había robado el cráneo hacía sesenta años, en el curso de una visita turística a las mundialmente conocidas catacumbas de la catedral de San Esteban. En aquellos momentos, como no había tantas medidas de seguridad en los aviones, probablemente pudo viajar con los restos de aquel remoto cristiano de la época de Mozart sin que nadie le hiciera demasiadas preguntas.
Hoy (esperemos) eso sería imposible.
El hecho es que el señor, por lo que fuera, se lió, y hasta ahora no ha encontrado el momento de restituir estos restos óseos, un poco como esa gente que aparece de vez en cuando en las noticias que tomó prestado de una biblioteca un libro en 1953, pongamos por caso, y sus herederos lo devuelven al cabo de las décadas.
¿Y por qué se decidió a echar al correo “el regalito”?
Pues parece ser que nuestro amigo el alemán estaba preparándose para “bien morir” y sentía que lo de tener la calavera de un muerto desconocido en casa, encima de la tele, junto a la flamenca que había comprado en su viaje a Benidorm y la góndola que se había traido de unas vacaciones en Venecia, iba a ser un peso que evitase que su alma alcanzase la deseable paz eterna.
Quizá se pregunte el lector por qué el robo de este señor pasó desapercibido.
En el sistema de catacumbas de la catedral de San Esteban, imán para turistas, tienen su último descanso los restos de unas 11.000 personas.
Entre ellas, los restos de algunas personalidades reales y eclesiásticas. Las partes más antiguas de las catacumbas de la catedral fueron excavadas hacia 1383 y han experimentado sucesivas ampliaciones a lo largo de la historia.
Acogen los restos mortales de personalidades de la familia de los Habsburgo quienes, por cierto, se hacían despiezar después de muertos (los corazones están en la Augustiner Kirche, al lado de la biblioteca nacional) así como personalidades eclesiásticas.
Entre 1732 y 1783 también fueron admitidos en este camposanto subterráneo personas normales como usted y como yo y, en 1745, cuando se prohibió el uso del cementerio que rodeaba la catedral de San Esteban (como todas las iglesias, la catedral tuvo su necrópolis anexa) los huesos de los muertos de este cementerio fueron a parar a las catacumbas.
Los restos se apliaron para maximizar el espacio, de manera que hoy es absolutamente imposible saber qué huesos van con qué huesos y, mucho menos, conocer la identidad de los difuntos.
La cabeza recuperada ha vuelto ya a ser colocada con otras cientos de cabezas anónimas, de personas que, durante el tiempo en el que estuvieron funcionando por el mundo pensaban, como todos nosotros, que el mundo no podría seguir sin ellos.
Y mira.
No somos nadie.
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