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31 de Julio.- Me temo que el haber sido buen estudiante en la niñez y la juventud tiene consecuencias irreparables para el resto de la vida.
Mi amigo Gonzalo y yo, sin duda, lo fuimos y, desde entonces, creo que no levantamos cabeza (dicho sea con el cariño que él sabe que le tengo).
Una de las marcas que tenemos los antiguos “empollones” es que nos encanta discutir. Y el resultado son cosas como el post de hoy.
Para poner a mis lectores en antecedentes: hace una semana, Gonzalo posteó en su cuenta de Facebook esta foto con un lema, en mi opinión, más que discutible.
Tan discutible, de hecho, que yo comenté que no estaba de acuerdo.
(Por cierto, Peter Kreeft, el autor de la frase, es un profesor de filosofía católico . O sea, otro empollón como Gonzalo y como yo. Quien quiera puede leer su biografía, sucinta, aquí)
Gonzalo, al enterarse de mi desacuerdo, me animó a que desarrollase mi pensamiento. Y yo entonces acudí a la etimología de “ortodoxia”.
Literalmente, la palabra, en griego, quiere decir “la creencia correcta” y es, en mi opinión, un concepto muy tramposo y, lo que es peor, muy peligroso.
¿Por qué, en mi opinión, es tramposo? La ortodoxia es siempre, en primer lugar y por definición, la apelación a una instancia superior. O sea, que la ortodoxia, “la creencia correcta” (y no solo en el ámbito religioso) siempre la fija alguien ajeno al propio indivíduo y, naturalmente, un alguien con cierta capacidad cohercitiva por si alguien se sale del caminito.
Obviamente: porque si fuera el indivíduo el que, a su recto entender, decidiese lo que es correcto, siempre podría haber alguien que le acusase de desviación. De esta forma, el indivíduo que se acoge a la ortodoxia se acoge también, más o menos voluntariamente, a una cómoda delegación de responsabilidades.
Carlos I de España y V del coñá
Segundo peligro: la existencia de una “ortodoxia” se define siempre por contraste: o sea, que para que haya “ortodoxos” tiene que haber necesariamente “heterodoxos”. Hommes á abattre, por tanto. Moros y Cristianos. Socialistas y Populares. Nacionales y Republicanos. En otras palabras: para que haya un Lutero tiene que haber un Carlos I de España y V del coñá. Y viceversa.
Consecuencia:
A lo largo de la historia de Europa y del mundo, incluso en la actualidad, el ser humano ha utilizado la supuesta heterodoxia de sus congéneres como excusa para, como decía más arriba, cepillárselos sin mayor cargo de conciencia. Las guerras de religión por un quítame allá esas bulas, por ejemplo, son sangrienta historia de Europa, desgraciadamente.
Tercero y un poco corolario de lo anterior: el ser humano está hecho de manera que lo “ortodoxo” o sea, “lo correcto” siempre le parece que es lo que él piensa.
Los tres principios forman, en mi opinión, la tormenta perfecta.
Pues nada: una vez expuestos los antecedentes lo más brevemente que se ha podido, y mi opinión sobre el tema, paso a dejar el interesante texto de Gonzalo, réplica a este y a un post anterior de Viena Directo.
Ortodoxia
Le había prometido a Paco Bernal aclarar con unas líneas nuestras diferencias, más allá de la semántica, sobre la ortodoxia y el relativismo. La discusión empezó en las líneas ligeras de Facebook pero como el tema tiene enjundia de más y además es de interés público, merece la pena sacarlo a la luz. Por una rara casualidad, ese mismo día Paco publicó el artículo Viena, el tiempo, Paul Mc Cartney y Angela Lansbury sobre el particular, así que los lectores pueden referirlo, para conocer su postura. A continuación la mía.
Afirmar la verdad en nuestros días en un oficio de riesgo. Verdades individuales sí, verdades colectivas, definitivamente no. So pena de entrar en el colorido baúl del fundamentalismo donde caben todos los ogros desde Ahmadineyad hasta el Papa de Roma. Y esto ha llevado a Occidente, con honrosas excepciones, a abdicar de la verdad universal o por usar la definición de Paco, de la creencia correcta, de la ortodoxia. A cambio hemos conseguido parar el tiempo, anestesiarlo con bienestar y ya veremos lo que viene después. Viena por cierto es un ejemplo paradigmático de esto. Y todo para discurrir plácidamente debatiendo sobre la nada, o sobre el todo, de forma que no sea posible sacar algo en claro. Ya se sabe que cuando aumenta la entropía, el caos se dispara. Es la tolerancia muda del que no crea conflictos porque no tiene criterio. Así la paz está asegurada pero también una perfecta desorientación, y en mi opinión, el aburrimiento más absoluto.
Pero para tener criterio, hay que llegar a conclusiones y esto implica afirmar la verdad, buscarla, confrontarla y en último término abrazarla o pasar de largo. Pero la verdad es poliédrica y jerárquica. Lo primero porque una cosa es describir el proceso de fotosíntesis de las plantas y otra defender el dogma liberal de que el dinero lo administran mejor los ciudadanos que el Estado. El método para conocer una u otra es obligatoriamente distinto. Por lo tanto, el objeto impone el método. Alterar esto, es lo que sociólogos llaman una falacia. Y lo segundo, porque no todas las verdades tienen en el mismo rango, ni pueden compararse. Esto es de sentido común.
El ejemplo más socorrido es la ley de la relatividad: según Albert Einstein todo es relativo, afirman sus seguidores más indocumentados. Afirmación realmente totalizante ¿de verdad TODO, TODO? Ese TODO, que nace de una teoría científica a partir de las magnitudes físicas fundamentales (masa, longitud, tiempo y carga) se extrapola con admirable ligereza a los talibanes, a la teoría del placebo, al sistema cantonal suizo o a las apariciones de la Virgen de Lourdes. Es decir a TODO, sea cual sea su categoría, origen o naturaleza. TODO entonces sería relativo, por lo tanto hay nada absoluto, sino que depende de las coordenadas cartesianas, cuánticas, históricas, políticas, sociológicas o étnico-culturales.
Sin embargo el hombre es rebelde por la naturaleza y ese corsé le queda muy pequeño. Porque incluso después de escalada la cima del cientifismo, encumbrado a la razón y descendido a los infiernos del totalitarismo durante el siglo pasado, se siguen buscando machaconamente las verdades últimas que den al circo de la vida un poco de sentido. Decía Chesterton que tener la mente abierta, en sí, no es nada; porque el objeto de abrir la mente, como el de abrir la boca, es poder cerrarla con algo sólido dentro. Por lo tanto o concluimos o desesperamos. Y para no desesperar, a la razón hay que acompañarla con otros caminos más directos.
En las cartas de los miércoles dirigidas a Ainara, los lectores de VD leen preciosos relatos sobre las cosas de la vida. Sobre todo realidades humanas. De miserias, ambiciones, superaciones, felicidades, frustraciones, egoísmos, generosidades y un sinfín de realidades que cuajan el discurrir de los hombres y que la razón sólo puede certificar su existencia pero que enmudece ante el misterio de sus causas ¿por qué? porque son de otra naturaleza. Otra vez el objeto impone el método. Y un compromiso serio con esas realidades humanas, nos impide relativizarlas porque no se puede negar su existencia: el amor de un padre por sus hijos, el ansia de libertad, la tendencia a abusar del poder, la corporalidad sensual, la ambición, la infidelidad son fenómenos tan evidentes que conforman una creencia inapelable en la realidad de las cosas. Y lo que es más impresionante, esa realidad es la misma en la corte Isabel de Trastámara que lo es aquí y ahora quinientos años después. Porque el protagonista no ha cambiado: la persona.
Pues ese compromiso serio con la realidad es la ortodoxia. Ortodoxia que no se resigna a que todo es cambiante sino que afirma la verdad moral y de acuerdo a ella exige un quehacer constante en el tiempo que a cada uno de nosotros nos toca descubrir. Que existe el bien y el mal, que esas categorías se pueden y se deben conocer y que llamar a cada cosa por su nombre es un ejercicio apasionante y saludable. Además de arriesgado.
Gonzalo es ingeniero y vive en Viena; en la actualidad, estudia Ciencias Políticas
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