En fin: escribo este texto de hoy mientras espero a que empiece una charla del AMS vienés (para entendernos: el servicio de desempleo). Desde que mi trabajo terminó, hace casi un mes, he venido un par de veces a este aseado edificio en donde los parados somos controlados y provistos de la documentación necesaria.
La última innovación en este instituto es una charla informativa, a la que tenemos que asistir nosotros, los así llamados “clientes” de este organismo, so pena de ser castigados sin un subsidio que, debido a la inflación, cada vez es más magro (no lo digo yo: lo dijo el Kurier hace un par de días, y cifró el umbral de la pobreza en los 893 Euros mensuales).
Mientras espero, me entretengo observando a los asistentes: la mayoría son mujeres, entre los veinte y los cincuenta, sin más denominador común. Los hombres somos minoría. Varios austriacos, uno de los cuales tiene bastante pinta de friki, pero el resto son normales.
Siguiendo la creencia austriaca de que el hábito hace al monje (Kleider machen leute, reza uno de los refranes locales con los que me martillean los sesos desde que estoy aquí) me he vestido de domingo. Polo nuevo, pantalones de marca, zapatos de cuero –no los italianos, los otros, de más diario-. Soy una minoría. La gente, como para dejar testimonio claro de la consideración que le merece el rollo que nos van a soltar, va de trapillo. El friki, particularmente, lleva una de las Combinaciones Prohibidas (No Tocar, Peligro de Muerte, etcétera): pantalones cortos con unos calcetines negros hasta media pantorrilla.
En la pantalla de proyecciones, una diapositiva de Power Point en la que se nos da una bienvenida protocolariamente cariñosa y se nos informa que estamos “en camino hacia nuestro nuevo trabajo” (con lo que hay por ahí, protégenos, Señor).
Conforme se acerca la hora de inicio de la charla, la sala se va llenando, el calor aumenta. Aparecen unas cuantas mujeres teñidas a lo canalla, algunos indivíduos claros desechos de tienta del mundo laboral, tribu miseranda. En total, unas setenta personas. Al fondo, se sientan los extranjeros (turcos con aspecto de albañiles). Una chica joven entra, avergonzadísima, llevando de la mano una niña pequeña. El friki, que es el único que sonríe de toda la concurrencia (por eso, digo yo, que tiene como más pinta de friki aún) le cede su asiento. Conforme pasan los minutos, el fastidio ambiental sube por momentos. Algunos, intentan deglutirlo a base de agua. Abundan, cosa curiosa, los obesos, y hay un par de cuarentones que pasan entre la gente rogándole a Dios ser invisibles.
Por las paredes hay mensajes escritos, que tienen cierto aspecto vergonzante o ligeramente deprimente, como deben tenerlo los carteles de un local de alcohólicos anónimos o la sala de reuniones de un curso de catequésis para adultos.
Uno de los que yo tomo por frikis resulta que es el jefe del cotarro, la charla la da una señora gordita, muy amable. Tengo que dejaros, me conviene poner la oreja…
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