28 de Diciembre.- Querida Ainara: creo poder afirmar, sin miedo a equivocarme, que tanto mis amigos como yo somos unos inmigrantes modelo (de hecho, la revista “Sueños de Ministro del Interior” ya nos ha ofrecido varias veces posar para su portada). Todos con un perfil académico medio-alto, todos peleándonos a brazo partido con el idioma aborígen, mayoritariamente emparejados con naturales del país, todos con un interés superlativo en la cultura local (este blog, no hace falta decirlo, es una prueba).
Naturalmente, la motivación principal de este esfuerzo que hacemos por integrarnos es el amor que tenemos por Austria y por sus gentes. Un amor, sin el cual nos faltaría la energía para afrontar los retos y, también por qué no decirlo, los sinsabores que nos plantea el día a día. Integrarse, Ainara, cuesta muchísimo trabajo. Sobre todo, es un esfuerzo ímprobo por aniquilar cualquier rastro de vanidad que a uno le pueda quedar. Uno tiene que resignarse a partir de cero, a no saber, a hablar siempre imperfectamente (tu tío, que tan orgulloso se siente de lo bien que utiliza el español para expresarse, tuvo que meterse este orgullo por donde le cupo porque, en Austria, es obvio, la fluidez en español casi nunca le ha servido para nada).
Uno tiene que acostumbrarse a que siempre, pero siempre siempre siempre, va a ser el extranjero, el raro, el distinto. Y a tomárselo con humor (entre otras cosas porque es la única manera de tomárselo).
En estas circunstancias, Ainara, cuando uno se esfuerza en hacer las cosas muy bien, en no dar problemas, es muy fácil también caer en algo que te parecerá extraño: la amargura, la mala sangre.
A uno le fastidia mucho que, ese trabajo que uno se toma, se dé por supuesto o que los aborígenes abusen de la posición de superioridad de que gozan sobre las personas que, naturalmente, no dominamos el idioma como un nativo, o no conocemos a la perfección la infinita red de sobreentendidos sobre la que se asientan las relaciones de una sociedad.
Ya no son siquiera las afirmaciones groseras (y falsas) del tipo “los extranjeros nos quitan el trabajo” sino cosas más sutiles, como contestar una llamada de teléfono y que tu interlocutor, al notarte el acento, pida hablar “con el jefe” o con “alguien que tenga poder”.
Tengo que confesarte que lidiar con estas cosas me ha costado muchísimo porque aunque no lo parezca, soy una persona con mucho amor propio y muy exigente conmigo mismo. Cada vez que era consciente de estar expresándome como un Watusi o cada vez que me costaba encontrar la palabra correcta, o cada vez que era incapaz de participar en una conversación interesante por falta de herramientas verbales, que no por falta de conocimientos o ideas interesantes sobre el tema, tengo que confesar que se me llevaban los demonios y me invadía un enorme desánimo. Lo mismo que cada vez que alguien me reprochaba haber metido la pata en una situación social o haber faltado a las sutiles reglas de protocolo que impone la cultura de un país.
Normalmente, me enfadaba y luego me compadecía de mí mismo, diciéndome que los austriacos no son conscientes de lo que supone para nosotros, los pobres inmigrantes, tener que asumir todo ese caudal de conocimiento. No es justo, me decía. Y me enfurruñaba en mi rincón.
Pero, Ainara. Cuando la situación ha sido al revés, cuando en España yo he tratado con otros inmigrantes ¿Era yo consciente de la ventaja que supone estar jugando siempre en casa? ¿Cuántas veces, involuntariamente, he sido maleducado, racista sin proponérmelo, o he jugado a tratar a las personas extranjeras con las que me topaba desde el paternalismo de quien no tiene que aprender quién es Chiquito de la Calzada o de quien sabe sobre Isabel Pantoja muchas cosas más que sobre algunos miembros de la familia?
La moraleja de esta carta, Ainara, es que hay cosas que hay que sufrir en carne propia para poder aprenderlas. Y de que todos, todos los días, herimos sin saberlo los sentimientos de muchas personas que nos encontramos por nuestro camino. Lo malo no es hacerlo, sino que no te importe.
Besos de tu tío
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