2 de Mayo.- Querida Ainara: una de las cosas que más molan de tener amigos es que, los buenos, te prolongan. Te proporcionan generosamente cualidades que tú no tienes y tú compartes con ellos un agradable grupo de afinidades mutuamente enriquecedoras.
Por ejemplo: un día dije que, al grupo de amigos que somos en Viena, nos unían una serie de valores. Sin embargo, Ainara, hoy, pensándolo, he llegado a la conclusión de que, lo que quizá nos una más todavía que los valores que compartimos (que es mucho), es una capacidad lingüística más acusada que la media (y lo escribo sin falsas modestias). Tú me dirás: casi todos escribimos por hobby, a una gran mayoría nos gustan la historia, la política y la literatura y, mejor todavía: entre todos, somos aficionadísimos a los chistes y a los juegos de palabras.
Otro día hablaré de los demás con más calma, pero hoy quisiera detenerme en el amigo al que, en el blog, llamo el Duque, porque con ocasión de una pequeñez que me parece muy significativa de la manera de ser austriaca, me acordé de él.
L. es una persona con un acusadísimo sentido lingüístico. El Duque es, en el lenguaje, lo mismo que los indígenas de la selva amazónica en la floresta: donde todos distinguimos sólo una masa verde, él llega a muchísimos más matices y juega con ellos, la mayoría de las veces, para hacer chistes inteligentísimos y desternillantes, o también bromas que aprovechan esa forma de agudeza que es un sentido muy acusado del absurdo (como tu padre, por cierto).
Muchas de las coñas del argot grupal que utilizamos, fueron primero suyas. Por ejemplo, le cabe el honor de haber inventado el verbo “Froyarse”, así como la utilísima expresión “estar bajo caminos” (unterwegs zu sein) cuando uno se dirige a un sitio.
Cuando alguien tiene una capacidad determinada tan agudizada como El Duque, los mensajes anodinos o repetitivos le aburren y le producen una honda desazón, porque su cerebro toma como algo fácil y normal algo que sólo está al alcance de poca gente y, en presencia de un estímulo así, se pregunta ¿Por qué hacerlo mal, si se puede hacer bien?.
Hace días, comentábamos el Duque y yo la manía que tienen en las radios austriacas de poner, cada diez minutos, unas cuñas absurdas cuyos eslóganes no cambian desde que Bruno Kreisky llevaba calcetines largos. A mi amigo el Duque, y a mí, por cierto, cada vez que escuchamos algunas de ellas, nos entran instintos asesinos. Es, mal comparado, como si pusieran al prestigioso pianista chino Lang Lang a escuchar una cinta sinfín que sólo contuviese quince segundos cualesquiera de Paquito Chocolatero. Al par de horas, estoy seguro, el pobre chinorri se pegaría un tiro.
Pues bien: el duque y yo aguantamos heróicamente (aún), veremos por cuanto tiempo.
Otra cosa que, lo sé, nos pone muy nerviosos al Duque y a mí –por eso me acordé de él- es una costumbre que, en lengua vernácula (bueno, en lengua vernácula de Nueva York), se llama Small Talk.
Un ejemplo: uno abre la puerta para ir a trabajar por la mañana y se da cuenta de que coincide con su vecino de descansillo, pongamos que un apacible agente inmobiliario con el que no le une más relación que escuchar resignadamente, en las reuniones de la comunidad, la matraca de la eterna derrama necesaria para arreglar los desperfectos del edificio.
Al vecino, por supuesto, también le entra el pánico ¿Cómo lo solucionan los aborígenes? Punes poniendo cara de póker y empezando a hablar de cosas sin importancia (small, vaya). Parece fácil, ¿No? Pues no: para hacerlo bien hay que ser muy austriaco. Hace falta encontrar un tema que, ni de lejos, sea personal, y extraerle hasta la más mínima gota de interés. Hay que funcionar perpetuamente en la frontera de la discusión que podrían tener dos máquinas que sólo emitiesen bits de información (si o no, encendido o apagado, blanco negro).
Te lo garantizo, Ainara, es absolutamente extenuante.
Yo, que presumo de ser un hombre muy paciente, soy incapaz de soportar el juego más de diez minutos.
Un beso de tu tío.
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