23 de Mayo.- Querida Ainara: mientras te escribo esta carta, estás siendo protagonista involuntaria de una pequeña (y tierna) tempestad familiar. Por casualidad, hemos descubierto que necesitas gafas. Nada extraordinario, ya lo sé. Miles de niños y niñas de todo el mundo utilizan lentes para corregir defectos de visión aunque también, si se piensa, el tema no es tan obvio: hay muchos millones de niños también cuyos padres no pueden permitirse el comprarle gafas a sus hijos. El caso es que la noticia ha supuesto no poca conmoción en nuestra tribu. A pesar de tener un tío (este) que está como un topo (aceptemoslo) y un largo historial de ancestros con anteojos cabalgándoles la nariz, tus padres ven perfectamente, y nada presagiaba que la herencia se fuera a saltar una generación.
Cuando tengas puestas tus flamantes gafas, descubrirás lo útiles que son. Para los que las necesitamos, las gafas son un apoyo indispensable. Tu tío, sin ellas, no es nadie. Las llevo desde que tenía más o menos tu edad. Las primeras, fueron doradas y muy formalitas. Las de ahora son de pasta, como no podía ser de otra manera dada mi afición a la cultura (y a contentar al amor que me sugirió que me quedaban bien, dicho sea de paso). Hace años, se me ofreció la posibilidad de usar lentes de contacto. Todo el mundo me decían que eran la panacea. A mí, no me sirvieron. Así que no abandoné ninguno de los gestos que, también para ti, se convertirán en una manera de estar en el mundo.
Si eres pulcra y maniática, te las quitarás todo el rato para asegurarte de que ni una mota de polvo rebelde queda en los cristales; en invierno, se te empañarán cuando entres del frío de la calle al calor y la humedad de invernadero de las clases. Cuando des los primeros besos, no sabrás qué hacer con ellas. El gesto de dejarlas encima de la mesilla será el penúltimo que hagas cada día (el último será apagar la lámpara que te haya servido para leer o para que te lean) y el primero será el de buscar a tientas las lentes para ver la hora a la que quiera el Señor que amanezcas. Si otra persona que lleve gafas se acerca a darte un beso –será frecuente, siendo española- serán inevitables los choques y puede ser que llevar gafas selle amistades que duren una vida. Como me sucedió a mí. Cuando mi amigo J. y yo teníamos cinco años, J. me rompió las gafas de manera accidental –J. ha sido siempre, como fui yo, un niño buenísimo y no hubo malicia ninguna en el desastre-. Fue por la tarde, lo recuerdo aún, y la señorita Maria José se asustó porque, al vernos a los dos llorar como becerros, pensó que había pasado una catástrofe mayor.
Días después, la madre de J. fue muy apurada a buscar a tu abuela, para decirle que, debido a una difícil situación familiar, no le iba a poder pagar mis gafas –en la España de 1981, unas gafas de niño eran un artículo de lujo-; yo era un niño, pero no se me olvidará nunca la zozobra de aquella mujer que se ofreció a hacer lo que fuera por aquellas gafas rotas. Tu abuela, por supuesto, no quiso cogerle dinero de ninguna forma. JL y yo, entretanto, seguimos sentándonos juntos, nos hicimos amigos y, aunque la vida nos ha llevado por caminos diferentes , tenemos aún un cierto contacto.
Quién sabe las cosas buenas que tus gafas de princesa, como tú ya las llamas, te traerán también.
Besos de tu tío.
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