25 de Mayo.- A partir de hoy, el Dalai lama está en Viena. El líder espiritual de los budistas está haciendo una gira por Austria al objeto, suponemos, de ganar adictos para su causa –que es la de volver al Tíbet de su alma-. Los ocupantes actuales de la región –China- devenidos entretanto en potencia económica mundial, se han apesurado a hacer saber al Gobierno austriaco que cualquier contacto oficial con el que ellos consideran un fistro sessuarl y un pecador de la pradera será considerado como “poco beneficioso para las relaciones bilaterales”. O sea “not very amusing”. Así las cosas, con Austria buscando mercados en Asia para colocar su I+D y así salvarse de la debacle que se avecina, los gobernantes de EPS (Este pequeño país) no han tenido más remedio que envainársela y econtrarse con el religioso “a título personal”.
Resulta curioso el caso del Dalai Lama, cuyo prestigio se debe, en mi humilde opinión, a tres factores. A saber: a) el anticomunismo y “antichinismo”, en mucha parte justificados, que reinaban, y aún reinan, en las élites ilustradas europeas y americanas y que sirvió (y sirve) para presentar al tibetano como un seráfico personaje aplastado por la bota de un poder ateo e impío; b) el apoyo de prestigiosas personalidades occidentales –el más conspícuo, Richard Gere, uno de los peores actores de todos los tiempos- que le prestan al Dalai fondos y un eficaz servicio de relaciones públicas, haciendo olvidar que el reino en las cumbres del Himalaya era, antes de la invasión, una monarquía medieval teocrática sospechosamente parecida (en bestia, claro) a nuestro entrañable Vaticano. Tan es así que aún, en este año del Señor de 2012, aún hay muchos monjes tibetanos que se inmolan –fanáticamente, dirán algunas lenguas de vecindonas- por el que consideran su señor natural; y c) la propia personalidad del Dalai Lama actual el cual es, como era nuestro Rey Juan Carlos antes de sus cazas de paquidermos, un as de las relaciones públicas.
Se vio perfectamente hace unos días.
El monarca en el exilio del Tibet concedió una entrevista a dos periodistas de la ORF. Una interviú que, por lo rígido del formato, tenía toda la pinta de haber sido pactada hasta en sus más mínimos detalles. Contrastando con la actitud tiesa de la pareja de entrevistadores, el diestro de Lahsa aparecía relajado, con esa imitación tan convincente de la naturalidad que utilizan los que tienen que ser simpáticos para ganarse las habichuelas (profesionales de la peluquería, verduleros, rientes tratantes de frutos secos al por menor, etcétera).
Haciendo gala de una actitud como si dijera “sí, lo seeeé, soy un líder espiritual de influencia planetaria, pero tratadme de tú que, al fin y al cabo, soy un ser humano” el Dalai Lama contestaba a las preguntas sin trampa de los periodistas, entrecerraba los ojillos como un agricultor de zarzuela que quisiera tangar al incauto de ciudad y, después de todo, daba la impresión de ser, por encima de todas las cosas, un hombre político (en el sentido que antiguamente tenía la expresión: esto es, el de un hombre especializado en influir en los engranajes que mueven la pirámide de la sociedad).
Por afinidad, recordaba a otros amantes apasionados del ajedrez de los parlamentos y de las ejecutivas, como lo fue Kreisky en Austria o lo sigue siendo, en España, don Santiago Carrillo. De hecho, no costaba nada imaginarse al Dalai Lama y al político español charlando de sus cosas, frente a frente, dándole caladas a un caliqueño.
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