20 de Junio.-Querida Ainara: una de las cualidades más perversas de la Historia es que, a poco que uno se ponga a rebuscar, siempre puede encontrar hechos pasados que, de alguna manera, hacen que los acontecimientos actuales parezcan ecos, como las ondas que levanta una piedra cuando un niño la tira al agua.
Durante estos días se está produciendo un eco de un acontecimiento que marcó el siglo XX.
El actual marcará, no me cabe ninguna duda, la parte del siglo XXI que yo, si Dios quiere, voy a vivir.
En 1918, Europa estaba devastada por una guerra aún más cruel porque se trataba de un acontecimiento inédito en la historia del hombre. Vencedores y vencidos tenían la conciencia exacta de que, por primera vez en el devenir de la Humanidad, la técnica se había aliado con la muerte para aligerar el planeta de gran parte de lo mejor de su población. La juventud europea había sido diezmada por el siniestro relé de alianzas desencadenadas y la única esperanza que les quedaba a los dolientes que habían sobrevivido era pensar que aquella guerra sería “la guerra que acabaría con todas las guerras”.
Reunidas en Versalles, cerca de París, las potencias vencedoras con los cabizbajos vencidos, se fijaron unas indemnizaciones que daban por hecho, aunque no se hiciese explicito, que la contienda se había producido por una especie de malformación congénita en el alma de los países de estirpe germánica, que les llevaba a un afán militarista desmedido. Los aliados se sintieron Atenas, los vencidos, pensaban, eran Esparta a la que, por fin, se le capaba el afán bélico a base de machacar para siempre su economía.
Todo el orbe pensó que aquello era justo. Si los alemanes habían causado la guerra –obviamente hacía tiempo que se había olvidado la muerte del pobre Franz Ferdinand en Sarajevo, a manos de un loco nacionalista y sifilítico- era justísimo que pagasen, y que sufriesen durante una larga temporada, del mismo modo que las madres, las esposas y las novias europeas pagaban con la eterna ausencia de los suyos su vesania nacionalista.
Todos sabemos las consecuencias: la aplicación de una medida en apariencia tan justa (como justo es el “ojo por ojo” bíblico) alimentó en los alemanes un deseo de venganza que culminó en el advenimiento al poder de un cantamañanas patriotero y sin ninguna formación, cuyo verbo flamígero y una capacidad inédita para utilizar la propaganda, terminaron por inflamar primero Europa y luego el mundo, apenas dos décadas más tarde de la firma de los tratados de Versalles.
Hoy, el papel que antaño desempeñaron los ufanos aliados, y que vio despertarse a los Estados Unidos como potencia, lo desempeña Alemania.
En este caso, la guerra es económica: si los griegos, los españoles, los italianos y los portugueses no han sabido ser como los alemanes, lo más justo es que paguen, dicen en Berlín.
El razonamiento es siniestramente eficaz, pero contiene un error que llevará a Europa a Dios sabe qué consecuencias (esperemos que no a otro Auswitz, pero sí probablemente a un debilitamiento quién sabe si fatal en su papel en el concierto mundial): el error es que, llevando a estos países y a sus poblaciones al estado de ser pobres de pedir, también les llevará, sin duda, a la turbulencia política, al advenimiento al poder de fuerzas incontrolables y sumamente peligrosas (en Austria, por ejemplo, la ultraderecha viene pisando fuerte) y es más que probable que se acendren sentimientos que, a lo largo de la historia, han demostrado su poder mortífero como parte de lo peor que el corazón del hombre lleva dentro: la xenofobia, el nacionalismo, la mitologización de la tradición y del trozo de tierra que a uno le ha visto nacer o de la lengua que mamó, la insolidaridad y, en último término, la violencia cainita.
Parece ser, Ainara, que esta semana el Gobierno español y el Italiano pedirán un rescate que acelerará un poco más este proceso sobre el que los ciudadanos de a pie tenemos tan poco control.
Tú me contarás qué pasa al final.
Besos de tu tío.
Deja una respuesta