22 de Julio.- El siglo XVIII empezó en España más o menos como está empezando el XXI. O sea, mal. El día de difuntos de 1700, el pobre Carlos II la espicha sin descendencia. Como si se tratara de un grupo de acreedores rapaces frente a una viuda rica y aún frescota, las potencias europeas se frotan las manos, dispuestas a hincarle el diente al todavía jugoso imperio español.
Los borbones franceses se declaran los pretendientes con mayor derecho y así, Felipe V, un joven de dieciocho años entonces, más bien meapilas (y esto, como dicen en Cádiz, no es criticar, es referir) aterriza en el trono español. Nadie se llama a engaño: es su abuelo, el poderoso Luis XIV, el que, desde París, dirige los asuntos de la corona española. Con el nuevo rey, desembarca una tropa de tecnócratas galos dispuestos a reflotar la deficitaria monarquía hispánica y ponerla de nuevo a rentar. Se cepillan la obsoleta administración de los Austrias, quitan días de fiesta (más de ciento veinte al año en época de los Habsburgo), ven de mejorar la agricultura y miran qué partes de España son más productivas. De manera inmediata, les suben los impuestos a los catalanes y a los levantinos. Esto es suficiente para que, instigada por las potencias europeas que no han tocado a nada en el reparto (los habsburgo) estalle la llamada Guerra de Sucesión.
Cuando termina, Felipe V queda confirmado en el trono y, como rey definitivo de España, reparte premios y castigos. Los dos en los célebres Decretos de Nueva Planta, por los cuales los catalanes pierden sus privilegios y sus instituciones consuetudinarias. En las escuelas catalanas, se enseña aún a los niños a hacer vudú con la figura del tontaina de Felipe V.
Como siempre sucede en estos casos, una parte de los perdedores (aquellos que se lo podían permitir o los que se habían significado suficientemente para tener miedo por sus puescuezos) tuvieron que poner pies en polvorosa. En 1735, algo más de un millar de catalanes (157 familias, según Agustín Alcoberro, que ha escrito un libro sobre el tema) se exiliaron a Viena en donde el emperador les pagó, en principio, una pensión que trataba de compensar los servicios prestados a la causa habsbúrgica.
Sin embargo, el arreglo no debió dejar contentas a ninguna de las dos partes. Los catalanes debían de pensar que se había tasado su lealtad en poco y la administración austriaca debió de hartarse pronto de aquellos Jordis y aquellas Montserrats que les recordaban a una guerra perdida y que sólo parecían querer diners (y llibertat, y Amnistía y Estatut d´Autonomía). Fue probablemente por esta razón por la que el emperador decidió darles una tierra (convenientemente alejada de Viena) para que bailaran la sardana a sus anchas y le dieran la brasa lo menos posible con sus pretensiones.
Se la dio en un lugar llamado Beckerek, en el Banato de Temesvar. Una zona que convenía colonizar (y cristianizar) porque había sido recientemente arrebatada a los turcos.
-Ay, Josep, ya verás qué castanyadas vamos a organizar aquí.
-No sé, Asumpta, no sé. Mira qué pantanoso es esto. Aquí no van a crecer los tomaquets.
En un alarde de imaginación que tiene muy pocos precedentes en la historia de la Humanidad, los exiliados deciden bautizar la ciénaga que les toca en suerte como Nova Barcelona. La cosa duró poco. En gran parte, como explica el profesor Alcoberro por la propia composición de la tropa de colonizadores. La mayoría gente mayor, veteranos de la administración y del ejército, que no habían hecho otra cosa en su vida que tratar con legajos o matar gente, por lo cual no estaban preparados para la vida práctica. El lugar tampoco ayudaba. El canal que iba a Nova Barcelona se inundaba con las crecidas del Danubio y, al retirarse la crecida, los peces se pudrían al sol, con lo cual el lugar era poco saludable (pestífero, más bien). Tres años más tarde, en Nova Barcelona quedaban poco menos de trescientas cincuenta personas, que terminaron por tirar la toalla y marcharse a Buda (y a Pest, entonces separadas) y después a Viena.
En 1741, por cierto, uno de los exiliados deNova Barcelona, Pere Joan Barceló, llamado Carrasclet, se puso al frente de un batallón de catalanes movilizado por la emperatriz Maria Theresia para luchar contra los bávaros. Pero esa, es otra historia.
Como siempre, muchas gracias a mi primo el cairota, que me ha puesto en la pista de esta jugosa historia. Espero que le haya gustado el artículo y el “tuneo” al emperador Franz 🙂
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