Hoy: La gula
14 de Septiembre.- En Austria, soy un español que ejerce de español (siempre que le dejan) y los españoles, señoras y señores, somos cotillas. A Dios lo que es de Dios.
Así pues, cuando este español ejerce de tal, pone la antena y toma nota por si los posts.
La otra tarde, sentado en un lugar público de esta capital, empecé a escuchar una de esas conversaciones que yo llamo del tipo “MUY INTERESANTE” (una revista que es a la divulgación científica lo que Sálvame es al periodismo, para entendernos).
Dos ciudadanos indígenas estaban rajando sobre la polémica circuncisión sí circuncisión no. Y abogaban por la modernización de la religión islámica y el abandono de esta práctica. También decían que, actualmente, la prohibición de comer cochinete tampoco tenía sentido, ya que había nacido en unas circunstancias –de falta de higiene, de falta de frigoríficos- felizmente superadas.
Abundando en el mismo método científico y con parecidas pretensiones de rigor, hoy hablaré de las relaciones de los austriacos con la comida y la bebida.
Dichas relaciones son, como creo que ya he dicho otras veces, una pura adaptación a la meteorología centroeuropea. Esto es: como, desgraciadamente, aquí hay laaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaargos periodos de tiempo en los que no vemos el sol (con el consiguiente menoscabo de nuestra producción de hormona de la felicidad) los aborígenes, o los que vivimos aquí, tenemos que compensar los valles de serotonina mediante la ingesta de alimentos ultracalóricos y la degustación más o menos continuada de bebidas de cierto contenido alcohólico.
En los dos casos, al tratarse de antidepresivos que se administran sin receta, es muy fácil que a uno se le vaya la mano con la dosis. Y a una gran proporción de los austriacos, efectivamente, se les va.
¿Pecan pues, los austriacos, contra la contención? Pecan.
La gula tiene en este país uno de sus mecas y los médicos especializados en diabetes y otras enfermedades asociadas a la obesidad, una fuente aparentemente inagotable de faena.
Cuando llega el invierno, los austriacos degluten ingentes cantidades de productos de repostería, los fabrican ellos mismos o, ya en plena carrera desmelenada por la hiperglucemia, se amorran a los tarros de Nutella (la Nocilla nuestra de toda la vida).
La droga sin la que este país no puede pasar es el azúcar. Que se encuentra incluso en los lugares menos evidentes. Por ejemplo, se utiliza como intensificador del sabor a la hora de aliñar las ensaladas. Y no hablemos del invento austriaco más conspícuo, el Red Bull, que no es otra cosa que una bomba brutal de glucosa mezclada con una cantidad demencial de un estimulante pariente de la cafeína.
Son los austriacos también grandes amantes de los alcoholes. No sólo de la (relativamente) sana cerveza (el pueblo más pequeño elabora la suya propia), sino de espirituosos de muy alta graduación, los schnaps, y de vinos que, si bien son de una calidad tirando a decentita (sobre todo comparados con los espléndidos vinos españoles) tienen también un mercado muy asentado de personas que gustan de atentar contra su hígado de forma continuada.
Una amiga mía, doctora para más señas, comentaba el otro día que, en el hospital en el que trabaja, dan por perdida la batalla contra el alcoholismo. Una de las epidemias que horadan esta sociedad. En Austria hay muchos más alcohólicos severos que los que se pueden ver en España y su existencia no sólo no provoca ninguna reacción perceptible sino que en el protocolo social, beber alcohol, se considera una señal de buen tono.
Mi amiga la doctora, explicaba el otro día que, la mayoría de los austriacos alcohólicos son personas que, por milagro y por encallecimiento, desarrollan sus trabajos normalmente. No hay estereotipos: desde controladores aéreos a profesores de Universidad o conductores de autobús. Al ser el alcohol una droga aceptada como decíamos, las familias de los enfermos no se atreven a poner remedio pensando que, el que papá necesite tres cervezas de medio litro para conseguir que le dejen de temblar las manos es una cosa normal, que pasa hasta en las mejores familias.
Eso sí: mi amiga la doctora también me explicó que la muerte es relativamente misericordiosa con las personas que viven pegadas a una (o varias) botellas: o bien cascan de una cirrosis fulminante cuando el hígado les dice basta o bien se quedan dormidas cuando su cuerpo, incapaz de procesar más alcohol, tira en el torrente sanguíneo cantidades ingentes de amoniaco que terminan anegando el cerebro.
Con los diabéticos, la cosa es otro cantar.
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