18 de Septiembre.- Tal día como hoy hace una semana, con ocasión de la festividad de “la Diada” se produjo en Barcelona una marcha multitudinaria en la que casi un millón de ciudadanos catalanes reclamaron la secesión del Estado Español. Una situación inimaginable hace diez años, cuando aún el independentismo era una corriente marginal dentro de la sociedad catalana.
Desde Viena, como español vírgen de cualquier nacionalismo caduco, es inevitable hacerse preguntas ¿Es la marcha del día once pasado resultado de un triunfo de la comunicación del gobierno autonómico catalán, que ha conseguido convencer a los ciudadanos de que los llamados “recortes” se deben a la mala admnistración del Estado central y no a la ineficacia de la Administración autonómica? ¿Son conscientes los políticos catalanes de que sus posiciones, basadas en el argumento “español-vago-explotador” contra “catalán-trabajador-explotado” resultan no sólo demagógicas, sino sorprendentemente simplistas en la Europa del siglo XXI? ¿Será capaz la minoría gobernante de Madrid, representante, al fin y al cabo, del resto de los ciudadanos españoles, de encontrar una solución para que vuelva a resplandecer el sentido común?
A estas y a otras muchas preguntas intenta responder este interesantísimo artículo de Gonzalo en el que se hace un análisis del movimiento independentista catalán en el contexto de un ámbito que, también, nos afecta a los que vivimos en Viena: el espacio común europeo.
Cataluña, nuevo estado de Europa
Cataluña no es una nación, ni de hecho ni de derecho. Ni lo ha sido históricamente, ni se ha reconocido como tal fuera de la unidad política de España. Sí tiene una identidad cultural propia, basada en la lengua, y que comparte parcialmente con otras regiones españolas y francesas. Lo que no sabemos, y eso dependerá del genio de la minoría dirigente española, si terminará siéndolo. Es perfectamente posible, como se ha demostrado en la Europa contemporánea por muchos argumentos económicos que se esgriman.
A los que vivimos por circunstancias allende las fronteras, la hipótesis de una Cataluña independiente, nos provoca dos reacciones contrarias. La primera es la de aceptar el órdago pidiendo divorcio, frontera y aranceles. La segunda es de una profunda desazón porque Cataluña es el apellido de un problema llamado España y que sin aquélla, esta dejaría de existir. Más de una vez he oído entre españoles expatriados que ante un cambio jurídico-político de esa magnitud, sería razonable y hasta legítimo un cambio de nacionalidad.
En estos días inciertos cuando ser europeo es cosa poco seria, los movimientos nacionalistas y populistas, tienen unas condiciones idóneas de partida. Hemos visto a lo largo de los dos últimos siglos que cuando las situaciones pintan bastos, la cohesión sentimental fermenta con terrible facilidad aboliendo la razón y llevando a los pueblos a donde estos se abandonan. Hace unos años hubiera sido imposible la escena de la foto que ilustra estas líneas. Cuando Europa era la próspera camelot, aunque irrelevante políticamente, la pertenencia a la Unión prestigiaba a sus miembros y solamente los países periféricos de dudosa reputación le achacaban ser un pelele sin criterio y al servicio del status quo mundial. Hoy los partidos euroescépticos han aflorado en todos los países y un movimiento independentista como el catalán, es capaz de quemar públicamente en Barcelona la bandera de doce estrellas, simbolizando perfectamente que Europa no es lo que era. Y Barcelona tampoco. En situaciones de crisis profunda, recortes sociales e incertidumbre; basta apelar a la redención para que prenda la mecha.
Esa excitación de los sentimientos, propia del romanticismo decimonónico, sin freno alguno en la razón, la lógica o el derecho, nos lleva a un camino que conocemos. Y por supuesto imposibilita cualquier brote de servicio, magnanimidad y generosidad. Lecciones que sólo los pueblos han aprendido después de abandonar millones de vidas en las cunetas, pero que los europeos estamos siempre dispuestos a olvidar.
Un país es lo que son sus clases dirigentes. Cuando estas faltan o están encanijadas, levantan la voz los iluminados frente a lo que sólo puede enmudecer la razón. Así lo hemos sufrido durante el siglo XX, y así ocurre en la Europa de nuestros días, prácticamente en todos los países. Si frente a exaltación sentimental, no se puede levantar una esperanza razonable, bella e integradora; ganarán los de siempre. Los que vuelan los puentes de la solidaridad y terminan con la civilización.
Gonzalo es ingeniero, tiene treinta años, y vive en Viena. En la actualidad, estudia Ciencias Politicas.
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