Según el Instituto Nacional de Estadística, España perderá población en los próximos cuarenta años: la consecuencia de un cambio en los valores de largo recorrido.
21 de Noviembre.- Querida Ainara (*): en la ola cenicienta que, en estos momentos recorre España, la noticia ha dado motivo para que los pesimistas de siempre muevan la cabeza y vuelvan a clavar la mirada en el suelo, como quien se resigna a una decadencia que se considera inevitable: el Instituto Nacional de Estadística ha predicho que España perderá población por lo menos hasta que crucemos, si Dios quiere, el ecuador de este siglo. Progresivamente, los emigrantes de los que tanto abominaban muchos españoles irán abandonando el país y los nacimientos, finalmente, no podrán compensar la tasa de mortalidad. Será, sobre todo, porque las hijas de la explosión natalicia a la que pertenece tu tío (la generación de la democracia, la que nació entre 1970 y 1980) habrán dejado de ser fértiles y, al contrario que sus madres, le habrán dado al país, como media, un habitante y un pico del otro.
A mí, el hecho me ha dado el que pensar ¿Por qué la gente no tiene niños ahora y sí que los tenía antes? Mucha gente dice que es por la crisis –la crisis, al fin y al cabo, se ha convertido en un una excusa comodín para explicar todo lo que va mal- pero, cuando tus abuelos nos tuvieron a tu padre y a mí, las cosas no estaban mejor que ahora económicamente. Aquellas postrimerías del franquismo, con una maquinaria económica obsoleta y un país cerrado a la tecnología, con un paro altísimo (resaca del proteccionismo y de la inepcia absoluta de los jerarcas franquistas en materia económica) no eran las circunstancias ideales para tener niños.
Parece obvio decir que lo que ha cambiado desde entonces son, sobre todo, los valores, que es tanto como decir que han cambiado las prioridades de la gente. Y pensando en esto, me he dado cuenta de una cosa que creo que nadie ha dicho en estos días y es que, de los ochenta para acá, conforme iba cayendo sobre la generación de la guerra civil y la posguerra el inevitable proceso de obsolescencia biológica (en plata: conforme los abuelos iban muriendo) ha desaparecido del imaginario colectivo una figura que, hasta hace poco y casi durante toda la historia de la humanidad, ha ocupado un lugar prominente: el arquetipo de la madre.
La mujer que tenía hijos se convertía en madre y ese papel de eslabón entre el pasado y el futuro, prestigiaba a la mujer. Los fascismos del siglo XX (el fascismo hitleriano y su igual, el fascismo soviético) fueron grandes partidarios de “la madre” e hicieron lo posible por potenciar este prestigio casi atávico; porque, en aquel estadio de la postrevolución industrial, en un momento en que el trabajo utilizaba los recursos humanos de manera intensiva, los fascismos eran conscientes de que la pujanza económica de un país dependía mucho de sus recursos demográficos.
Una mujer-madre, automáticamente, se convertía en una figura venerable y de autoridad. De los nazis fue la idea de celebrar El Día de la Madre y, hace poco, en un documental, escuché decir a un niño de la guerra, que había sido enviado a la Unión Soviética, decir que “nosotros no éramos de nuestras madres, éramos de Dolores” (por Dolores Ibárruri, Pasionaria, madre que lo fue de todo el exilio español que le era afecto). Pero no hace falta ir tan lejos: Manolo Escobar, que se cortó la coleta estos días atrás, a los ochenta y un años de su edad, se forró cantando una canción-himno que fue su piece de resistance: Madrecita María del Carmen. Y lo mismo, Machín, ese hombre que era capaz de bordear la cursilería sin caer en ella, cantó Madrecita del Alma Querida, diciéndole a la cubana que le puso en el mundo que en su pecho llevaba una flor, que no tenía que preocuparse del color que tuviera, porque al fin ella era también una flor.
El personal de sotana se queja mucho de que, con el matrimonio homosexual, se quiebran las bases de la familia y se quejan sin razón, porque son los homosexuales los que están salvando con esa apuesta una institución que los heterosexuales se han encargado de desmantelar (o de despojar de su significado tradicional): la de la familia nuclear: papá, papá (o mamá, mamá) el niño y la niña. Los clérigos (y el Gobierno) quizá deberían preocuparse de fomentar que las mujeres que quisieran tener niños pudieran hacerlo compatibilizando su crianza con el trabajo y, por qué no, haciendo que la figura de la mujer-madre volviera a ser vista con simpatía por la sociedad y por las propias mujeres, que muchas veces sólo ven en tener hijos un estorbo para su carrera profesional o como un remedio para terminar con el perverso tic-tac de esa metáfora tan hortera que se ha convertido en un lugar común: el famoso reloj biológico.
Un país sin niños, es un país triste. Pero para que haya niños, alguien los tiene que traer al mundo.
Besos de tu tío
(*) Ainara es la sobrina del autor
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