En épocas complicadas, parece que el ser humano disfruta especialmente dejando que le pongan los pelos de punta. El fin de los tiempos, en este sentido, es un género predilecto.
19 de Diciembre.- Querida Ainara (*): si estás leyendo esto allá, en el lejano futuro en el que me esperas, es que todo ha ido bien y el mundo sigue.
Según una antigua profecía que unos cuantos listos con visión comercial han desenterrado, el mundo se acabará pasado mañana.
La tontería, como otros fenómenos diseñados especialmente para esas capas de la población que no disfrutan con la letra impresa (gagnam Style, la macarena y así) ha alcanzado proporciones planetarias, de manera que hasta la agencia espacial americana, la NASA, se ha visto en la obligación de emitir un comunicado oficial para intentar que la gente vuelva a utilizar los dedos de frente que le queden (menos de dos, en la mayoría de los casos) y no se deje llevar por el pánico.
Parece bastante probable, sin embargo, que el comunicado de la agencia espacial americana haya llegado tarde para veinte niños de la escuela de Newton, un pequeño lugar de Estados Unidos. El viernes por la noche (hora europea) un colgado entró con un fusil semiautomático y asesinó a los pobres críos (la mayoría no mucho mayores de lo que tú eres ahora) y a varias de sus maestras. La madre del asesino (víctima ella misma de su vesania) pertenecía a uno de esos movimientos que, en épocas como esta, de dureza y lady Gaga, florecen en las capas menos favorecidas de la población: los preparacionistas. Gentes que leen los periódicos, llenos de catástrofes, de calentamientos globales, de crisis financieras, y creen que la humanidad se encuentra frente a un colapso total tras el cual volverá la ley de la selva. Se llaman preparacionistas porque se pertrechan de todo lo necesario para ese final que creen inminente y que, si tienen razón (Dios lo impida) convertirá al planeta en una sucursal de Mad Max, solo que sin Tina Turner con el pelo planchado.
La Sra. Lanza (o sea, la asesinada por su hijo) se diferenciaba poco de los seguidores del chiflado de Joaquín de Fiore, un monje italiano que, utilizando como base unos cálculos que estaban entre la mística y la empanada mental, predijo que el mundo se terminaría en 1260 o, más cerca en el tiempo, de Edgar Whisenant, exconstructor de cohetes de la NASA, que eligió el año de 1988 como el más probable para que todos nos fuéramos a jugar a las cartas con San Pedro o, sin ir más lejos, el mismo Jesucristo el cual estaba convencido de que, antes de que murieran todos los que le escuchaban, llegaría a la tierra el Juicio Final .
La lista de profetas del fin sería interminable y da fe de una constante en la especie humana: en épocas de tribulación (y esta lo es, claramente) el hombre encuentra un relativo consuelo en saber que el hecho de que el banco le ande pisando los talones o la señora le condecore con una hermosa cornamenta, no es nada comparado con que, en un par de meses, un rayo superpoderoso brotará desde el centro de la Vía Láctea y se cepillará la civilización tal y como lo conocemos (sí: Ainara, hay americanos que creen esto). Los apocalipsis grandes o pequeños han sido utilizados por millones de visionarios a lo largo de la historia para, más o menos interesadamente, darle un peso a sus profecías.
Los que contamos historias lo sabemos: si consigues que a tu auditorio le suba la adrenalina, ya los tienes en el bolsillo. En otras palabras: el bueno de la peli y los finales felices no le interesan a nadie (quizá porque nadie se los cree).
Besos de tu tío
(*) Ainara es la sobrina del autor
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