¿A qué contratiempos debe enfrentarse una pareja cuyos miembros son de distinta nacionalidad? Los analizaremos tomando un modelo ilustre.
11 de Junio.- Querida Ainara (*) : creo que, si ha habido alguien que se ha debido de alegrar más que nadie de la abdicación del Rey, ese alguien ha sido la Reina Sofía. Creo que, para ella, estos años han debido de ser en algunos momentos una auténtica tortura, a la vez que un adiestramiento formidable en la templanza y en la paciencia. Debe de ser muy difícil vivir tu vida entre el sufrimiento compartido con los íntimos, la conmiseración de aquellos para los que la regia cornamenta era un secreto a voces y la ignorancia, involuntariamente cruel, de las multitudes que vitoreaban en las ocasiones públicas a una pareja real que lo era mucho menos que la de dos buenos actores en la ficción.
“La reina es una profesional”, le confesó Don Juan Carlos, a primeros de los noventa, a Jose Luis de Vilallonga, marqués de Castelvell, su biógrafo, tan golferas como él y, según parece, encubridor de alguno de sus secretos de alcoba. “Una profesional”, dijo. Y claro, el enfado de “la profesional” trascendió y fue épico. Comprensiblemente.
Viendo a Doña Sofía y a Rey, leyendo los artículos que se han publicado estos días sobre el monarca, solo en la lujosa soledad de la Zarzuela, pensaba yo en que los reyes han sido, fueron, un matrimonio como muchos que yo he conocido en Austria. Fuera de los mitos románticos, del príncipe azul, o de a princesa de la boca de fresa, una regla básica de estas parejas, cuyos miembros son de nacionalidad distinta, es que parten de unas condiciones de desigualdad que no terminan de arreglarse por mucho que dure la relación.
A pesar de haber estado casada con el Rey tantos años, de haberse desvivido por aprender el idioma nuestro (y, probablemente, a pesar de hablarlo mejor que muchos españoles) a pesar de haber tenido a sus hijos en Madrid ¿Hasta qué punto se sentirá la Reina española? Peor ¿Hasta qué punto, todos los días, la haremos sentirse extranjera nosotros? Cuando el que será nuestro rey anunció su compromiso con Letizia Ortiz, mis amigos y yo decíamos de broma que por fin iba a haber alguien en esa familia a quien se le entendiese al hablar. Supongo que, con alguno de nosotros, nuestros convecinos austriacos harán la misma brona.
Para el miembro de la pareja que “juega en casa” porque la pareja se establece en su país, este sacrificio de su cónyuge, en el peor de los casos, pasa totalmente inadvertido y, aún así, mi experiencia es que solo en muy raros casos se alcanza ese pie de igualdad que las parejas que nacieron y crecieron en la misma cultura tienen muchísimo más fácil.
Esto hace que, cuando la pareja va mal, como en el caso de la Reina, el coscorrón sea mucho mayor porque quien deja su país atrás, quien abandona la agradable música de fondo de su propio idioma, el conocimiento de todas las fronteras invisibles y los límites exactos que nos acompañan desde niños, ha puesto en la relación, se mire por donde se mire, muchísimo más que el otro, al que le queda siempre el consuelo de poderse dirigir a los suyos y poder explicarles, sin tener que traducir mentalmente, por qué la relación se ha ido al garete.
¿Qué hará la reina ahora? ¿De qué nos enteraremos? ¿Conoceremos en algún momento a algún caballero correcto, bien vestido y formal que la acompañará a los conciertos de música clásica a los que es tan aficionada? ¿Será ese caballero griego? (Aunque quizá la Reina, mujer políglota y culta, educada como solo se educaba a cierto tipo de chica en los cincuenta del siglo pasado, quizá se sienta más cómoda en otro idioma). Quén sabe.
El consejo de tu tío a Su Majestad, si es que lee esto alguna vez, es que se deje de tonterías y se ponga el mundo de peineta.
La vida, aquí y en donde te pille, son dos días.
Besos de tu tío.
(*) Ainara es la sobrina del autor
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