Como español residente en Austria soy un firme creyente en las bondades de la Unión de todos los europeos. A veces se nos olvida que es frágil.
20 de Enero.- Querida Ainara (*) : como he dicho en otras cartas que te he escrito (y no solamente) soy un fiel creyente en la Unión de todos los europeos. Y fíjate que digo Unión, y que no digo unidad. Unión es confluencia en la diversidad de cada uno, y unidad es pasar la apisonadora, alisar las aristas (con ellas las diferencias) y, de esa manera, hacernos a todos un poquito (o un muchito) peores.
Creo firmemente que si hay alguna parte del mundo destinada a compartir un destino común, esa es la que se encuentra entre los Urales y Gibraltar, porque los europeos, aunque hemos estado separados por fronteras durante casi toda nuestra Historia, en realidad lo hemos hecho todo siempre juntos.
A las cosas importantes me refiero, pensar en particular. Desde esa hermosa y algo sangrienta mañana que fue el Renacimiento, los europeos inteligentes (una minoría, una élite, pero una minoría y una élite muy influyente) no han hecho otra cosa que ver lo que hacían sus colegas en las cuatro esquinas del continente y reaccionar. Para bien, para mal, en contra o a favor, pero el diálogo secular, las montañas de correspondencia, los libros y los libros que respondían a esos libros, han formado una montaña de conocimiento sobre la que nos empinamos (y podemos hacerlo muy orgullosos) los europeos de hoy. Europa ha sido un crisol de ideas que nos ha hecho lo que somos y los países que se han alejado voluntariamente de ese magma hirviente de curiosidad y fecundísimo (por ejemplo la España franquista, en la medida de sus posibilidades) siempre han salido perdiendo en éxito y ganando, si es que eso es ganar, en atraso, en burricie, en tedio (que es casi peor que el atraso y la burricie).
La historia de la Unión, hasta la fecha, es una historia de éxitos porque ha terminado (y quiera Dios que siga así por los siglos de los siglos) con las guerras intraeuropeas, que han sido el cáncer que nos ha devorado durante siglos y la cuerda que nos ha ligado los pies y nos ha puesto más la zancadilla. Antiguamente, pongamos que hasta 1945, si el canciller alemán estaba de uñas con Monsieur le President, el llamado inquilino de El Elíseo levantaba una línea de casamatas y ya estaba liada. Hoy, hay una cumbre en Bruselas. Muchas caras de circunstancias y pare usted de contar. Cada uno se va a su casa y no llega la sangre al rio.
De cualquier manera, y aunque te pueda parecer extraño, hay nostálgicos del antiguo estado de cosas. Los que vamos con los buenos, Ainara (o sea, los que construimos o tratamos de construir una Europa mejor para tu generación, a fuerza de tratar de fomentar el entendimiento entre nuestros contemporáneos -por ejemplo, humildemente, con este blog-) tendemos a subestimarles, porque lo que dicen nos parece tan burdo que no podemos concebir que nadie normal se lo crea. Por ejemplo, en Polonia, miembros del partido en el Gobierno, borrachos de esas drogas que son el fanatismo religioso y el patrioterismo, hablan de luchar y cerrarse contra la Europa “de los vegetarianos y la bicicleta”. Naturalmente, es el rencor del alumno más tardo de la clase, el que no se entera de por dónde van los tiros, contra su condiscípulo más aplicado. Pero la Historia demuestra que, demasiadas veces, los alumnos torpes demuestran una diabólica capacidad de hacerle la pascua a sus compañeros más avispados (desgraciadamente, un episodio recurrente en la Historia europea han sido también las quemas de libros).
En Austria también tenemos de esto -desgraciadamente- y, como en Polonia, también existe ese rencor contra “las verduras y la bicicleta” y hay gente que piensa que el peor insulto es el de “Gutmensch”, el famoso “buenismo” que también se cuela en a veces en el discurso español y que trata de manchar la decencia, el pensar bien de nuestros semejantes siempre que no nos den motivo para lo contrario, con algo que está bastante ajeno a ella, una beatería que también se le reprocha a cualquiera que trate de actuar rectamente y, sobre todo, con curiosidad y cariño hacia lo diferente (no me gusta la palabra tolerancia) y tomarse la vida con sentido del humor.
Esa es la esencia de los europeos desde siempre y ojalá siga siendo así durante mucho tiempo más.
Besos de tu tío.
(*) Ainara es la sobrina del autor
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