Es incuestionable que en Viena se vive bien pero ¿Por qué? ¿Qué tenemos que intentar para que siga siendo así? Para mí, la respuesta es evidente.
Querida Ainara (*) : es matemático: todos los años salen noticias en la prensa diciendo que Austria (Viena, en particular) es uno de los sitios en donde sigue mereciendo la pena vivir en este mundo que, por lo que parece, se está yendo a la porra por momentos. Todos los años me hago eco y todos los años hay alguien que dice que no es para tanto.
La calidad de vida en este país que me acoge básicamente se asienta, aparte de en factores naturales como la ausencia de catástrofes (toquemos madera) en que, en este pequeño trozo del mundo, el reparto de la riqueza es un poco menos imperfecto que en otras partes del planeta. O sea, que hay una ancha clase media que tiene acceso (hipotéticamente por lo menos) a seguir mejorando su nivel de vida, y que actúa de sanísimo contrapeso contra los extremismos (los vaivenes políticos españoles pueden verse, desde este prisma, como una consecuencia colateral de la depauperación que ha sufrido la clase media en los últimos años).
Quienes se quejan de lo mal que se vive en Austria, consideran de cajón y dan por supuestas cosas que, en otras partes del mundo, a la gente ni se le pasa por la cabeza que puedan ser posibles. En Perú, por ejemplo, dolía ver el espectáculo de una pobreza mucho más extrema que cualquiera que se pueda ver aquí y, todavía peor, una pobreza huérfana de toda esperanza, de toda amortiguación, de todo consuelo espiritual (cultural) que no fuera la embrutecedora anestesia que ofrece la religión cuando la esperanza de una vida ultraterrena futura es a lo único que un sufriente puede agarrarse.
Mientras los taxis en que yo me movía atravesaban lugares en donde es mejor que la noche no te encuentre, mi pensamiento más recurrente era este: si naciera por estos pagos un niño o una niña como tú, inteligente, sensible, con posibilidades, una persona que, con la atención suficiente, pudiera ser otro Muñoz Molina, otro García Lorca, o la persona que descubriese la vacuna contra el SIDA, o que pudiese manipular los genes para vencer al cáncer,a diferencia de lo que sucede en Austria no tendría ninguna, pero ninguna posibilidad de salir de ese estado de apego a lo inmediato (la falta de excedente, que se llama en economía) que es la consecuencia más dramática que conlleva la escasez de lo más necesario.
Durante estos días han salido a la luz los llamados papeles de Panamá, que no son sino la constatación de la estupidez, la inmensa estupidez, del ser humano. La misma que nos lleva a quemar recursos naturales para obtener un nivel de vida a corto plazo que tiene las mismas posibilidades de durar que la llama de una cerilla. Más allá del aspecto frívolo del asunto, quizá lo peor de todo es que, esa estafa masiva de unos pocos a otros muchos, organizada con la inteligencia que solo el dinero puede comprar, es un atentado suicida al futuro de todos nosotros. Con los impuestos evadidos, se podría por ejemplo, construir universidades, dar becas a la investigación, conseguir que las personas con inteligencia y talento accedieran a posibilidades que les permitieran, una vez formadas, mejorarnos la vida a todos los que habitamos el planeta.
Que, en este siglo XXI, nos permitamos que existan diferencias de nivel de vida tan brutales entre nosotros, los europeos, y los habitantes de otros continentes o entre los extremos opuestos de la escala social es en realidad un supremo despilfarro de recursos, un ataque frontal contra nuestro más elemental instinto de supervivencia como especie, contra la inteligencia entendida como la capacidad de exprimir de la manera más creativa lo que Dios nos puso entre los parietales.
Baste ver el enorme progreso que supuso que un recurso antes reservado a los ricos, como era la educación, se democratizase, tímidamente primero (en Austria, en el siglo XVIII, con la emperatriz Maria Teresa, mujer listísima que vio la necesidad del asunto) y luego, a finales del siglo XIX y principios del XX, se hiciera general o sea, independiente de la clase social en donde hubiera nacido el alumno. Gracias a eso, la sociedad pudo aprovecharse de los mejores talentos, que tuvieron oportunidad de desarrollarse y, con ello, se fue librando poco a poco del yugo de la superstición y de una religión que aplastaba al indivíduo a base de miedos que ponían puertas y cercados a lo que debe ser la marca de la casa de la especie: la curiosidad y la voluntad de mejorar.
Espero Ainara que tu generación encontrará la manera de fallar un poquito menos de lo que nosotros estamos fallando. No me cabe duda de que así será.
Besos de tu tío.
(*) Ainara es la sobrina del autor
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