Hoy, el bloguero ha ido a cortarse el pelo y ha probado un servicio que, hasta ahora, permanecía inédito para él, inalcanzable como un lujo.
22 de Abril.- Mi amigo Daniel Utrilla -entre los diseñadores de todo tipo de cosas la octava maravilla- me dice siempre que yo me he metido a fotógrafo porque me gusta conocer gente (o sea, cotillear). Y no le falta razón, esa es la verdad.
Si hay algo que yo disfrute son las historias que me cuenta la gente mientras les hago fotos. Ayer, por ejemplo, estuve haciéndole una sesión a un joven turco, de nombre Ilker, una persona encantadora y educadísima, de quien aprendí muchísimas cosas. Por ejemplo, sobre Thaiboxing, que es un deporte de contacto del que yo no sabía nada. Ilker nació aquí en Austria, pero su familia proviene de algún lugar de las cercanías de Ankara. Entre pitos y flautas, nuestra conversación terminó parando en el escrupuloso arreglo capilar que lucen siempre los hombres turcos. Mi modelo, por supuesto, era un ejemplo de esto. Barba perfectamente recortada , cejas depiladas (como puede verse en la foto que ilustra estas líneas). En fin, un prodigio de lo que solo se puede llamar higiene.
La semana que viene, por motivos que ahora no vienen al caso pero que quizá en algún momento contaré, me interesa estar guapo. Así pues, hoy por la mañana he ido a mi peluquería turca favorita, la de mi barrio, para que me cortasen el pelo (en principio, luego me han hecho más).
Esta peluquería, como se dice en lengua vernácula, está „muy bien visitada“, o sea, que va mucha gente, y por eso tienen un montón de peluqueros, en su mayoría chicos jóvenes los cuales, me da a mí la sensación, echan un par de horas en el local y se ganan unas perrillas. De resulta de lo cual, es raro que le corte a uno el pelo dos veces la misma persona. Aunque da igual, porque la calidad del servicio no se resiente.
La pelquería, tiene dos cuartos. El que da a la calle, con tres plazas y luego otro, que está un poco más al fondo. Hoy, cuando he llegado, me han pasado al cuarto del fondo. Me ha atendido un chaval que hubiera podido ser mi hijo (empieza a aumentar de manera inquietante el número de gente la que trato que podría entrar en esta categoría). Me ha señalado un sitio, con el número de sílabas mínimo imprescindible y yo he tomado asiento. Me ha preguntado cómo quería que me cortase el pelo (dada mi penura capilar -en la cabeza- tampoco tenía material para hacerme florituras, pero bueno) y luego me ha preguntado si quería que me hiciese la barba.
La verdad es que a mí, aquello de afeitarme en un barbero, me ha parecido siempre un lujo asiático comparable con el de bañarse en leche de burra, pero me he acordado de Ilker y he dicho „qué caray, Paco, pruébalo“ y le he dicho al hombre „muy bien“. Dicho y hecho. El pelo me lo ha cortado pronto (lo dicho, poco material de trabajo) pero en la barba se ha entretenido más.
En primer lugar, me ha dicho que echase la cabeza hacia atrás en el reposacabezas y luego ha empezado a cortarme los pelos largos con una maquinilla. Todo en el más completo silencio. Yo estaba en mi salsa, porque a mí ni en los taxis ni en las peluquerías me gusta que me den carrete (esa insoportable manía que tienen el noventa por ciento de los peluqueros españoles de hablar de fútbol o, en casos peores, de preguntarte por tu vida sentimental). El chaval ha puesto la cuchilla en la navaja de barbero y entonces yo he abierto los ojos y, la verdad, me han venido a la cabeza dos pensamientos muy lúgubres que paso a consignar: el primero que algún día llegará (lejano, espero) en que habrá un hombre, quizá como este, que le arreglará la barba a mi cadáver y el segundo que ojalá aquel hombre joven estuviera en sus cabales y no le hubiera dado por radicalizarse ni nada, porque me tenía a punto de caramelo para seccionar las dos fuentes de sangre fundamentales para mi cerebro. Mientras, expertamente me afeitaba (ras, ras) yo pensaba estas cosas, y no contribuía para nada a mi tranquilidad que hubiera un señor (bastante gordo, por cierto) que en el cuarto frontero estuviera hablando con el jefe y, cada dos palabras, dijera „Alá, alá“ (llámame aprensivo, pero con la manía que tiene alguna gente ultimamente de despachar infieles, a uno le daba cosa). Por suerte, no ha pasado nada (si no, no estaría yo escribiendo este artículo, claro).
Mientras el hombre hacía su trabajo y me dejaba las patillas como si me las hubieran dibujado con regla y cartabón, pensaba yo también en las ventajas de la especialización. Los franceses, decía yo, llevan compitiendo todo el tiempo por ver quién cocina mejor: resultado: que en cualquier bar de mala muerte de Francia uno come como un emperador. Los italianos, con la moda. Resultado: tú vas por Italia y está todo el mundo bien vestido. Dede la altiva princesa a la que pesca en ruin barca. Los españoles, señora, llevamos siglos compitiendo por ver quién hace los mejores chistes (Bertín está convencido de que ha ganado esta carrera secular). De resultas de lo cual, somos (sin lugar a dudas, además) el pueblo más ingenioso de Europa y el que tiene mejor conversación.
Los turcos, no cabe duda: se han especializado en el ramo capilar. Y de ahí que, incluso las peluquerías más humildes (como la mía) gocen de un servicio estupendo. Sobre todo en las de caballeros.
Cuando el chico ha terminado de afeitarme y de arreglarme la barba, con un gesto me ha indicado que me aproximase al lavabo que tenía enfrente y luego, de una manera experta, me ha lavado la cara. Y he pensado yo que era hermoso el ser tocado por aquellas manos trabajadoras, y que los apóstoles, cuando Jesús les lavó los pies, debieron de sentir esa misma humildísima satisfacción que yo sentía. Como si quisiera sacarme de mis ensueños, mi peluquero me ha secado la cara cuidadosamente (con una especie de ternura comercial, como si dijésemos) y luego me ha echado after-shave de abuelo (como el Barón Dandy que usaba el mío, pero sin el olor a matarratas) para, con el escozor, sacarme de mis ensoñaciones bíblicas.
Luego, me ha colocado el cuello del jersey, que me había recogido porque le obstaculizaba en su trabajo y me ha conducido a la caja.
Le he dejado dos eurazos de propina para que se los gaste en vino y turcas (que se lo ha ganao, el chaval).
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