17 de Septiembre de 1980

Hoy ha sido el primer día de colegio en Austria. ¿Te vienes conmigo a hacer un viaje en el tiempo?

2 de Septiembre.- A mis casi cincuenta años, tengo que reconstruir mi primer día de colegio casi como si fuera el de otra persona.

Para empezar, la duda. Yo nací en 1975 y, en mi época, la escolarización obligatoria empezaba a los cuatro años. Sin embargo, si empecé la escuela en 1979, al entrar hubiera tenido tres años y pico y no cuatro. ¿Se empezaba la escuela el año en que se cumplían los cuatro? Busco y rebusco por internet sin encontrar una respuesta concluyente. Sin embargo, mi memoria (portentosa de verdad para las cosas absolutamente inútiles) me saca del aprieto.

LA CLAVE ESTÁ EN ORTUELLA

Me recuerdo perfectamente hablando con mi maestra de párvulos, la señorita Josefina (en aquellos días, a todas las maestras se les presumía la soltería) de una tragedia que ocurrió en octubre de 1980 en la localidad vasca de Ortuella y en la que murieron 50 niños y tres adultos. El asunto debió de preocuparme lo bastante para preguntarle a mi maestra qué pensaba de aquello. ETA mataba entonces mucho y yo tenía miedo de que aquello hubiera sido una bomba y otra pudiera tocarme a mí, como mis padres se habían encargado de advertirme (“no le des patadas a nada en la calle, que puede ser una bomba de la ETA”). Dado que el desgraciado suceso fue el 23 de octubre de 1980, eso significa que empecé el colegio el 17 de septiembre de ese año (Gracias, hemeroteca de El País).

Por cierto, la señorita Josefina me tranquilizó diciéndome que, aunque no debía darle patadas a las cosas, que estaba feo, era bastante improbable que un crío insignificante como yo fuera a ser objetivo de la banda terrorista. O sea, que ni tan mal.

El ministro de educación (que aún vive y entonces tenía más o menos mi edad) era Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona. Le acababan de nombrar, o sea, que para él fue más o menos el primer día de colegio también. Poco podía él imaginarse que, apenas unos meses más tarde, el 23 de febrero de 1981, le tocaría pasar las fatigas de lo que durante mucho tiempo se llamó “la intentona golpista” de Tejero. Ahora, con eso de las puertas giratorias, trabaja en Naturgy.

Pero estas historietas nos apartan de nuestra historia principal.

LECCIONES DE GÉNERO

En mi época, los párvulos llevábamos “babi”. Una versión en miniatura de las batas de los médicos, para entendernos. Como vivíamos en una sociedad muy carca, se nos iniciaba en los roles de género con una diferencia visual. Los niños llevábamos el babi azul (aún recuerdo yo el mío perfectamente, de mil rallas) y las niñas en rosa. Esto no nos impedía, como debe ser, ensuciarnos de barro y cosas cuando salíamos al patio. Los babis iban marcados con el nombre de cada alumno, que algunas madres primorosas bordaban ellas mismas con más o menos salero y otras, menos dadas a los primores, escribían con un rotulador indeleble. Dado que mi nombre es largo (Francisco Javier) supongo que mi madre no se calentó la cabeza y lo escribió. Esto se hacía para evitar “confusiones” (robos, vaya). Mi colegio era de niños pobres y los pobres, ya se sabe, son siempre sospechosos de mangancia. Sobre todo, para los otros pobres.

Mi primer día de colegio fue traumático, el segundo también y el tercero, y el cuarto, y así hasta más o menos los diez primeros. Creo que fui un tormento para mis maestras (entonces no había hombres). En la actualidad, se deja a los críos en la guardería media hora un día, una hora al siguiente y así hasta alcanzar la jornada completa. En mi época, estas sensatas precauciones no se estilaban y los niños, desde el primer día, éramos abandonados durante cuatro horas en manos de unas personas extrañas las cuales, para colmo, estaban acompañadas por un grupo de críos que también lloraban, vomitaban, moqueaban o se meaban encima. Se esperaba de nosotros que admitiéramos semejante panorama con flema británica. Se aconsejaba a las madres que nos dejaran en manos de las maestras y se largaran (o se escondieran) y que no prolongaran la agonía.

No creo que fuera el primer día, pero por lo menos a partir del tercero, mi maestra, en su desesperación, llegó a grabarme con una cinta de casette. También me llevaba frente al espejo del baño, me cogía en brazos y, con su acento andaluz (era cordobesa), me decía, señalando mi reflejo turbio:

-Pero deja de llorar, hombre ¿No ves lo feo que te pones?

Y yo, nada. Ni caso.

Supongo que mi problema era que yo no las tenía todas conmigo de que mi madre fuera a recogerme otra vez para llevarme a casa (al fin y al cabo, si había sido capaz de abandonarme, la muy traidora, qué se podía esperar). Yo no sabía que mi madre, entonces una cría de veinticuatro primaveras, se escondía la pobre para que no la viese y lo pasaba fatal.

LA REPÚBLICA

Mi parvulario se llamaba “Reyes Católicos” (mi pueblo, San Sebastián de los Reyes, se independizó de la contigua ciudad de Alcobendas gracias a un privilegio firmado por Isabel y Fernando en 1492). Era (es) una construcción de la República, de 1933, de ladrillo recocho, con tejado a dos aguas, y consistía en dos habitaciones grandes unidas por un paso en donde estaban los baños, baños que no debían de haber cambiado mucho desde los años treinta (lejía Conejo en vez de Zotal, y pare usted de contar). En la actualidad es una especie de centro vecinal, si no me falla la memoria.

Durante aquel primer año de mi andadura académica no aprendí gran cosa de provecho, la verdad, aunque recuerdo perfectamente el trabajo manual que hice para el día del padre y que me certificaron como inútil para siempre jamás. En mis primeras notas, ponía que mi psicomotricidad era (es) deficiente. Esto ha perdurado y en mi familia, como saben lo que hay, cada vez que me tropiezo o se me cae algo o similar, ya hay coñas sobre mi psicomotricidad.

Fuera de broma, me ha costado décadas librarme del complejo y acostumbrarme a la idea de que los inútiles también podemos hacer deporte sin que se rían de nosotros (a escondidas o en público). Y es que, queridos lectores, con el tiempo descubrí que a lo mejor no era que yo fuese niño paralímpico, sino que los tests aquellos que me hicieron estaban diseñados para críos a los que solo les gustaba el fútbol (deporte que la vida y sus sinsabores me han enseñado a odiar con todas mis fuerzas).

El primer día de colegio vive en nosotros para siempre. Resucita en el primer día de cada trabajo o, a veces, de manera imprevista, cuando uno entra a un sitio en que huele igual que entonces (ya casi no huele en ningún sitio como olía en los ochenta, a esa mezcla de donuts, café y tabaco). Es tan importante o más que la pérdida de la virginidad sexual.


Publicado

en

por

Etiquetas:

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.