…Ironías del destino (por cierto, la foto, es lo único que queda de lo que fue el colegio donde yo estudié).
26 de Junio.- Querida Ainara (*): cuando te vas haciendo mayor, una de las cosas que más te saltan a la vista es lo que te pareces a tus padres o, quizá mejor explicado, en qué medida eres producto de la capa social de la que vienes. De tal manera que es muy normal que los hijos de padres ricos o pudientes, si todo les va bien, permanezcan toda su vida en la riqueza y en la comodidad, mientras que los hijos de padres más humildes tienen muchas más posibilidades de quedar atrapados en las capas menos favorecidas de la sociedad.
Una de las barreras acolchadas de seguridad que impide a los ricos bajar posiciones en la escala social es el acceso a la cultura. Quien nace en un hogar culto por ejemplo, inculca a sus hijos –como tus padres te están inculcando a ti- el gusto por determinadas cosas que, al principio, con tus años, hacen la vida más agradable, pero que luego ayudan, desde a tener una buena salud dental hasta a tener mayores posibilidades de encontrar un trabajo. La lectura, por ejemplo o la música.
Quien nace en un hogar culto, aprende asimismo desde muy joven a aprender deprisa, a absorber información, que es una de las facultades que más definitivamente garantizan el éxito en la vida profesional. También aprende una serie de códigos no escritos de comportamiento social que, o bien se aprenden de chico, o se aprenden muy dificilmente en la vida adulta.
En cada generación, sin embargo, hay una minoría de personas que, estando más dotadas que sus congéneres, se dan cuenta de esta realidad incontestable del mundo y se esfuerzan en cambiarla para ellos y para sus hijos. Tus abuelos son personas de estas. Personas ambas de procedencia humilde y casi sin estudios, nos insistieron desde pequeños en que teníamos que formarnos e hicieron grandes sacrificios económicos para que tanto tu padre como yo llevásemos una vida de estudiantes tal y como en España se concibe: esto es: de personas que solo se dedican a estudiar.
No todas las personas en su situación (en nuestra situación humildísima de entonces) tuvieron ni tienen esa misma suerte de poder permitirse darle a sus hijos una educación así. Y ahí entra el Estado. En la labor de redistribución de la riqueza que la Constitución atribuye al sistema impositivo, una de las labores fundamentales a que el Estado debe dedicarse es a becar a aquellos alumnos que acrediten no poseer ingresos para pagarse los estudios. Esto no es ningún regalo. Muy al contrario, resulta un gran bien para el país. Por una parte, se mejora la igualdad de oportunidades, de manera que España aproveche todo el capital humano disponible. Por otro lado, se fomenta también la aparición y la conservación de un estrato social de importancia capital para la estabilidad de un país: la clase media. Sin clase media, como ya aprendimos dolorosamente durante los últmos doscientos años, un país es un hervidero que, en el peor de los casos (con demasiada frecuencia en el caso español) termina en guerras fratricidas en las que la gente –inculta, porque no ha podido ser otra cosa- se mata por conceptos imbéciles relacionados con la religión o la política mal entendidas (si es que alguna de las dos cosas se puede entender bien).
Toda esta parrafada viene a cuento de que el ministro de educación español, Sr. Wert –por cierto, Wert en alemán, ironías del destino, significa “valor”- ha decidido recortar el sistema de becas español a los estudiantes con menos recursos por el expediente de condicionar las ayudas a los resultados.
Él se ha escudado en que quería “fomentar la cultura del esfuerzo y la excelencia”. Naturalmente, es mentira. Lo que él pretende es, pura y simplemente, defender los privilegios de su clase. Si de verdad quisiera fomentar la cultura de la excelencia, subir el nivel (y, de paso, recortar un poco el alumnado universitario, del que, estoy e acuerdo, andamos sobrados ) se hubiera tratado, primero, de cerrar las universidades privadas –“la Casa de Carreras de Sor Mari Pili”, como las llama un amigo mío con muy mala leche- refugio en muchos casos de gente mediocre que compra a plazos un título que un pobre no se puede permitir ganar en lid más honrada. Y, después, implantar una sencilla regla: examen que tuviera más de tres faltas de ortografía, suspenso. Y al tercer examen suspenso, a la calle.
Ya ibas tú a ver cómo la gente se ponía las pilas y cómo se aumentaba el nivel de la excelencia.
Pero eso, claro, quizá sea pedir demasiado.
Besos de tu tío
(*) Ainara es la –sufrida- sobrina del autor
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