Ya es primavera en Viena y la ciudad se llea de bicis !Ay, la de cosas que se aprenden cuando uno aprende a montar en bicicleta! Un post lleno de reflexiones sobre la vida en general, pero que también sirven para la emigración en particular
Querida Ainara (*) : cuando yo era pequeño –aunque más mayor de lo que tú eres ahora- me costó mucho aprender a montar en bicicleta.
Ese miedo tan español al ridículo
Hubo muchos factores que se conjuraron para ello. En primer lugar, siempre fui un niño prudente. En eso, por suerte, no te pareces a tu tío Paco. Y mi prudencia se manifestaba principalmente en un miedo grande, creo que bastante poco sano en un chavalín, a hacer el ridículo. Si bien se mira, es un miedo completamente español. Desde pequeños se nos incita a desconfiar de todas las cosas que no nos salgan perfectas a la primera y también se nos enseña a esperar del prójimo un gran potencial de crueldad, y a esperar también que esté dispuesto a gastarlo todo en uno si le pillan con el trastévere al aire.
En mi caso, tuvieron que pasar muchos años para perder ese miedo al ridículo que aún atenaza a muchos de mis compatriotas, y que es más un lastre que otra cosa. Y aún hoy, cuando noto que me vuelve, procuro hacer cosas como ir a esquiar, que me recuerdan que soy un patoso y que no pasa nada por serlo.
De mi aprendizaje ciclista, una vez descontadas todas las raspaduras de rodillas y los desconchones varios, saqué no pocas conclusiones útiles para el resto de mi vida, las cuales, por supuesto, me han servido mucho también durante mi experiencia en Austria.
El poder hipnótico de la rueda delantera
En primer lugar, y aunque te parezca una tontería, aprendí que la mejor manera de caerse es mirar a la rueda delantera de la bici (parece una frase de la rubia de “Las Chicas de Oro”, pero es una gran verdad).
Parece que no pero, para el principiante, la rueda delantera de la bicicleta tiene un poder hipnótico y, si la miras demasiado, pierdes el equilibrio y, naturalmente, te piñas.
En la vida, no mirar a la rueda delantera significa no preocuparse demasiado de por qué se están haciendo las cosas. Pensarlas, sí. Planificarlas con cuidado, también. Pero no obsesionarse. En el momento en que uno se queda hipnotizado con su propio movimiento o se pregunta qué es lo que le hace avanzar, está condenado al trastazo.
También aprendí que en esta vida hay que luchar contra las apetencias de uno y que no es sano hacer siempre lo que a uno le sale de los güebs.
Lo contrario resulta cómodo y hasta gracioso al principio, como meterse el dedo en la nariz cuando a uno le parece que no le están viendo (ay, esa práctica tan extendida…) pero, más tarde o más temprano, uno termina huyendo de cosas a las que le conviene enfrentarse para crecer como persona.
Si por mí hubiera sido, dudo que alguna vez hubiera conseguido vencer mi miedo a hacer el ridículo y muy probablemente nunca hubiera aprendido a montar en bicicleta. Sin embargo, gracias a que tu abuelo se puso serio (lo cual, en su momento, nos costó a los dos más de una bronca, de esas que es tan sano que se produzcan de vez en cuando entre padres e hijos) terminé por hacer de tripas corazón.
No es bueno que el hombre esté solo
Creo que, cuando Dios, en ese cuentecillo que hay al principio de la Biblia, dice aquello de que “no es bueno que el hombre esté solo”, se refería exactamente a eso. Porque crecer es conquistar la libertad y la independencia, pero paradojicamente, para crecer más hay que aprender a perderlas un poquito también. Porque, de adultos, en muchas ocasiones, es esa la función que los miembros de la pareja se prestan recíprocamente: la de ponerse límites y echarse el alto cuando se rebasan, la de enseñarle al otro que la convivencia es necesaria para atemperar un poquito el egoísmo que todos traemos de serie.
Cuanto más joven se empieza, más fácil es acostumbrarse a lo que supone el vivir en pareja, pero conforme uno se va haciendo más mayor, cada vez da más pereza “sujetarse” a la disciplina de que hay ahí una persona que nos dice cosas que no siempre queremos oir a propósito de nosotros mismos. No es bueno que el hombre (por supuesto, tampoco la mujer) estén solos, porque se vuelven raros, egoístas, caprichosos y, no en último término, cobardicas.
En ese sentido, las relaciones de pareja funcionan como otras tantas cosas en la vida: uno entrega un poquito de su libertad y a cambio, se hace mejor, porque recupera una versión más fresca de sí mismo.
O eso se espera siempre, por lo menos.
Besos de tu tío
(*)Ainara es la sobrina del autor
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