No conozco a los ateos austriacos pero, con ocasión de la campaña española, llevaron a la tele al jefe de los madrileños y, la verdad, no era nada fuera de lo esperable. Un fanático más. Eso sí: tenía muchísimas ganas de que le hicieran caso, de sentirse especial y como de dar mucho miedo. Además, reivindicaba con todas sus fuerzas su hecho diferencial. Lo mal que la vida le había tratado por ser ateo y sentirse así. Con todo el mundo mirándole raro por la calle, con sus vecinos en la escalera susurrando aviesamente “mira: ahí va el muy ateo de él”. En fin. Después de diez minutos de escucharle uno no podía dejar de pensar que se declaraba furiosamente ateo más por epatar que por otra cosa.
Según el Heute (gran periódico) tras la colocación de los avisos en las esquinas vienesas –aprovecho para decir que yo no he visto ninguno-, las reacciones aireadas no se han hecho esperar. Si hay que creer a este papel, los católicos militantes, las monjitas rebotadas, los monaguillos furiosos, los iracundos curas, han salido a la calle dispuestos a empalar (metafóricamente, claro, que las cosas han cambiado) a los autores de la blasfemia. Pero lo cierto es que, fuera del Heute, la campaña en cuestión no ha tenido más eco que el que merecen ciertas noticias frikis.
En mi opinión esto llega con (por lo menos) doscientos años de retraso. Hoy en día, por suerte, ser religioso no es obligatorio. Si uno cree, no le van a convencer de lo contrario con un cartel; y, si no cree ¿Para qué quiere un cartel?
Por otra parte, es perfectamente compatible ser creyente con el opinar, como es mi caso, que todos los pasos que la Iglesia da hacia posiciones ultras y rancias, no sólo la acercan a su desaparición, sino que son contrarios al espíritu (y, a veces, hasta a la letra) de los evangelios. Además, hay que estar bastante fanatizado para achacar los males que afligen al mundo a la acción de una Iglesia que, en los últimos veinte años, ha visto mermadísima su influencia en la opinión de la sociedad (vamos: en España sin ir más lejos, la gente se pasa las opiniones de ese Consejo de Ancianos en que se ha convertido la Conferencia Episcopal por el mismo delta del Ebro).
En mi opinión, la Iglesia no necesita quien la desprestigie: ya se encargan el papa actual y sus palmeros de ignorar cómo vive la gente de la calle; y esta trágica ignorancia ya ha causado que la Iglesia se haya convertido en un fantasma traslúcido, anémico y coñazo cuyas amenazas de fuego eterno ya suenan tan trasnochadas como las de estos ateazos que parecen salidos de una novela del diecinueve.
Aunque quizá lo que sucede tenga algo bueno.
El otro día se lo leía yo a un sacerdote anciano, un poco zumbón, cuya opinión fue pulsada con motivo de una estadística que dice que la gente ya no se confiesa (no nos confesamos). Decía el Páter:
-Nos ven como a personas normales y no como a intermediarios de Dios. Y a una persona normal, claro, da cosa contarle los problemas de uno.
Blanco y en botella, vaya.
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