Una de las instituciones más típicamente vienesas cumplió el día 1 un aniversario redondo. Curioso e informativo, quizás no alegre.
4 de Noviembre.- Con las tremendas noticias de Valencia y otras venidas de más cerca, se nos ha olvidado contar aquí que una de las instituciones más auténticamente vienesas, el Cementerio Central o Zentralfriedhof, ha celebrado un aniversario redondo.
Más en concreto el centésimo quincuagésimo. O sea, el número ciento cincuenta.
EL PRIMER INQUILINO EN LA VECINDAD MÁS TRANQUILA DE VIENA
El camposanto vienés, en donde “conmueren” lo mismo Agamenón que su porquero recibió a su primer inquilino el día 1 de noviembre de 1874. El “agraciado”, que no pudo enterarse del honor que le había tocado en suerte, se llamaba Jakob Zelzer y era “privatier” o sea, que vivía de sus medios de fortuna y no trabajaba por cuenta ajena.
No fue el único en encontrar aquel día su último lugar de descanso. Esa misma jornada fueron sepultados los restos de otras 13 personas en una fosa común. Por lo que sea, no han trascendido sus nombres.
Desde entonces, han llegado al cementerio central 3,3 millones de cuerpos, que forman el “ju is ju” de la historia austriaca y, me atrevo a decirlo, de la historia mundial. Hoy, morirse y ser enterrado en el Zentralfriedhof es casi un honor. Al fin y al cabo, uno se convierte en humus en un lugar en el que también se van disipando día a día científicos, políticos, artistas y gente del famoseo. Si uno ha sido especialmente conocido o amado por sus contemporáneos, incluso recibe una “tumba de honor” que le sale gratis a los herederos de uno (y es que morirse, señora, sale por un pico).
El ZF es el tercer cementerio más grande de Europa (el primero es La Almudena de Madrid y luego el de Hamburgo).
UNOS PRINCIPIOS DIFÍCILES
Sin embargo, al principio, a la gente no le hacía ninguna gracia dar con sus huesos en el camposanto este (y, en este caso, lo de dar con sus huesos es literal). Esta renuencia a ser enviado a las paradas más famosas del tranvía 71 tenía su porqué.
En primer lugar, y en comparación con el crecimiento actual de la ciudad, El Zentralfriedhof estaba donde Cristo perdió el Zippo. O sea, lejísimos. O sea, que a uno le enterraban y si la familia quería meditar junto a su huesa sobre lo solos que se quedan los muertos tenía que hacer un viaje larguísimo, que no todo el mundo estaba dispuesto a afrontar. En la década de los ochenta del siglo pasado, entre pitos y flautas, la gente tardaba una hora en recorrer el camino que separaba el centro de la necrópolis.
La segunda razón, más vienesa, si cabe, que la primera, es que, a diferencia de lo que sucede hoy, cuando el Zentralfriedhof es uno de los parques más bonitos de Viena (especialmente, diría yo, en otoño) en aquellos días el ZF era un descampado más calvo que la cabeza de Kojak. Hombre, está bien que a uno le recuerden que todo es vanidad y que tal y que cual, pero hay recuerdos que son un poco un exceso.
Para intentar hacer el cementerio más atractivo y justificar la inversión, en 1881 el Gobierno creó la triunfal avenida en donde hoy está enterrada toda la gente ilustre. Como no era cosa de ponerse a matar a gente famosa para enterrarla, la municipalidad vienesa emprendió el “saqueo” de todos los cementerios existentes. Así, llegaron al ZF los restos de Schubert, los de Beethoven y los de mucha gente más, entre ellas, por ejemplo, los dos Antonios, Salieri y Vivaldi. Y si no había cadáver, pues se hacía un “menumento” o Cenotafio, y en paz. Así pasó con Mozart. El resto fue cambiar los tranvías tirado por caballos por el eléctrico y andando.
!VAMOS CHICOS, AL TOSTADERO! (EJEM)
En 1921, siguiendo voces tan destacadas como la de Bertha von Suttner y aprovechando que Austria había dejado de ser oficialmente católica, se creó el crematorio (un edificio superbonito, por cierto) y el columbario, en lo que fueron los jardines del primer palacio real que tuvo Viena.
El Vaticano no dio su nihil obstat para que los buenos católicos se dejasen chamuscar hasta 1964.
Durante el nazismo hordas de orcos destrozaron el hermoso cementerio judío (la parte vieja) y lo convirtieron en la hermosa ruina que es hoy, por la que es una delicia pasear meditando sobre la fugacidad de la existencia (esta vez, en primavera). Después de la guerra se construyó un cementerio judío nuevo, para acceder al cual hay que ponerse una kipa (te prestan una si, por lo que sea, te la has dejado en casa).
También hay zonas para enterramiento musulmán, para enterramientos budistas y ortodoxos, así como una zona en la que, los más preocupados por el medio ambiente, pueden disiparse en la naturaleza y convertirse así en manjar para los bichitos del campo.
En cualquier caso, como no hay ninguna prisa en que llegue ese momento, deseemos lo que siempre desea mi abuela cuando se entera de que alguien ha doblado la servilleta: “que nos espere muchos años”.
Deja una respuesta