21 de Diciembre.- Querida Ainara: me cuentan la perplejidad que ha cundido por nuestra tribu cuando has descubierto la droga de la competitividad. Bueno, mejor dicho, cuando has descubierto la droga de la victoria en la competición.
La perplejidad se debe, supongo, a dos cosas: la primera a que, aunque tengas ya la edad que tienes, pensamos aún en ti como en una niña pequeña que vive en un limbo inocente de colores pastel, como si tú no tuvieras ojos en la cara y no pudieras compararte con otros niños de tu edad o, incluso, con los adultos.
El segundo factor de perplejidad supongo que se debe a que, aunque no lo digamos, en la familia somos poco o nada competitivos. Por lo menos, entre nosotros.
Esto último creo que ha contribuido esencialmente al éxito que, modestia aparte, preside la relación que yo tengo con tu padre. Los hermanos Bernal han elegido siempre el camino de la especialización y creo que es una cosa fenomenal. Yo me sabía incapaz de competir con tu padre en determinadas parcelas y a él supongo que le pasaba lo mismo. Llegada la edad de la comprensión, abandonada la niñez y la lucha por los mismos juguetes, se estableció un acuerdo tácito y ahí seguimos. Riéndonos mucho, gracias a Dios.
Tengo que confesarte, Ainara que, a pesar del idílico panorama que te acabo de presentar, no tengo demasiado solucionado el tema de la competitividad. Por un lado, me gusta mucho saber que soy el mejor de mis conocidos en según qué cosas y me gusta que esos conocidos me lo digan, pero por otro, también, me fastidian hasta el infinito esas personas que, en alemán, se llaman “Karierre orientiert”, esto es: ese tipo de personas ambiciosas que siempre están mirando la silla que se va quedando libre en el organigrama de su empresa para pillarla antes de que otro se les adelante. El aburrimiento llega a su culmen cuando ese tipo de personas me miran con cierta conmiseración, como si me faltase algo –que oye, yo no descarto que me falte- o sufriese alguna minusvalía digna de lástima.
Yo suspiro –un hábito que, sin duda, hace al monje, porque le da tranquilidad- y les doy la razón, mientras pienso para mí, si no lo sé de cierto, que probablemente el ambicioso o la ambiciosa vivan aquejados de alguna inseguridad radical que les impulsa a ser como son.
Y es que, Ainara de mi alma, la competitividad, la sed de sangre (aunque sea sólo metafórica) suele venir de algún tipo de complejo, de carencia inconfesable que da miedo admitir.
Por otro, tu tío piensa que, muy probablemente, si todo el mundo fuera como él, la humanidad viviría de manera, si no menos cómoda, sí menos tecnificada porque el ser humano, querida sobrina, está muy lejos de ser altruista y, en la parte de nuestro cerebro que heredamos de los dinosaurios, nuestros primeros padres, está inscrita la necesidad de morder antes de que nos muerdan y competir por los cachos más grandes de dinosaurio herbívoro. Será así siempre y las exhortaciones a la bondad y al amor al prójimo están condenadas, en parte, a caer invariablemente en saco roto.
Para terminar esta carta, Ainara, que no leerás hasta dentro de muchos años, te diré que, más que competir con los demás, el truco está en competir con uno mismo. Conocerse, conocerse y conocerse mucho y luego, tratar de mejorarse en lo posible. Tratar de ser mejor, más profundo, más comprensivo, más observador, más perspicaz (ya que más inteligente, desgraciadamente, no se puede). Al depredador que hay en nosotros hay que buscarle, siempre que se pueda, huesos de goma para tenerlo entretenido y que nos acucie lo menos posible.
Para protegerse de él, Abel tiene que aprender a convivir con Caín.
Besos de tu tío
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