The Sunday Drivers, que no tienen nada que ver con el tema del post, pero la canción mola
2 de Julio.- La semana que viene hará seis años que, a una edad avanzada, falleció mi abuela María. Era una tarde sabatina, una ola de plomo derretido se abatía sobre Madrid. Lo recuerdo bien.
Como mi abuela murió a las seis de la tarde, según la ley española, sus restos tuvieron que permanecer en el tanatorio hasta el lunes en que la enterramos.
Justo en el momento que que mi abuela iniciaba su último viaje, también murió un tío de Carmina Ordoñez. De esta forma, un ama de casa extremeña y un miembro prominente de una destacada estirpe taurina se encontraron en mismo lugar, igualados por la muerte.
Al día siguiente, por la tarde, Carmina fue a darle el último adios a su tío. Iba vestida de negro, pertrechada con unas enormes gafas de sol, la boca crispada por el extraño mohín que curva las comisuras de las mujeres que abusan de los tranquilizantes. Llegó a las siete de la tarde. A eso de las nueve, cuando un atardecer desértico rosaba el inflexible azul del cielo de Madrid, Carmina salió del tanatorio entre una nube de flashes. Subió a un coche con las lunas teñidas de negro y, por lo que a mí respecta, se perdió en la noche. Aquel lunes, como ya he dicho, tras un funeral de cuerpo presente, acompañamos a mi abuela al cementerio en donde aún descansan sus restos.
No muchos meses después, Carmina Ordoñez apareció muerta en un baño impersonal, al parecer a causa de una sobredosis de barbitúricos.
Al cabo de los años, y de una manera un tanto incongruente, la difunta señora Ordoñez ha parecido resucitar: los tribunales han fallado a favor de sus herederos condenando a una revista que la había fotografiado sin su permiso a pagar una cantidad de miles de euros. Durante unas horas, con la fuerza y la viveza que sólo tienen los muertos, Carmina ha vuelto a pasearse por el mundo. Como si estuviese respirando de nuevo. Sus fotos en las webs y en los papeles, su voz pastosa sonando como un poltergeist extraño. Pero no. Hacía años que había fallecido.
Hace casi treinta y cuatro, el que esto escribe era un niño de pequeño. Aquella madrigada de noviembre, probablemente dormía vigilado por su madre, una veinteañera con un curioso parecido (en bien) a Kate Blanchet. Mi padre era un chaval un poco más joven de lo que hoy es mi hermano. En el hospital en el que nací, el cuerpo del anciano dictador Francisco Franco decidía tirar la toalla. Por la pereza de vivir que trae la vejez extrema aunque, oficialmente, se dijera que había sido por un choque séptico provocado por una peritonitis.
Pues bien: casi tres décadas y media después, Francisco Franco Bahamonde sobrevive de la misma forma que Carmina Ordoñez. No hay día en que su fantasma apolillado no salga de paseo por los pretextos más estúpidos y, por lo mismo, más indignantes para los demócratas de bien que le deseamos que descanse de una vez en el armario de los trastos viejos. En el mismo en que descansan Chindasvinto, Ronald Reagan o la calabaza Ruperta. El hecho de que, tras tres décadas y media, el difunto dictador se haya convertido en uno de los ejes de la campaña europea, da vergüenza y habla del nivel subterráneo de la política española. Es directamente vergonzante que el ayuntamiento de Madrid gaste el dinero que le damos todos (bueno, yo ya no: los madrileños) en debatir pormenores sobre Franco que, en la España de hoy no tienen ninguna relevancia. A mí, personalmente, me parece tan grotesco como si la Coca-cola siguiese enseñando su balance de 1975 en las juntas de accionistas.
Qué hartazgo, qué cansancio. Así nunca vamos a llegar a ningún sitio.
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