Cada uno es cada cual

Dos amigos
A.V.D.

31 de Julio.- Una de las migraciones que, desde la época imperial, marcaba el principio del verano, era la de la buena sociedad vienesa hacia Salzburgo o la región del Salzkammergut.

Los que se lo podían permitir, con el emperador a la cabeza, dejaban la capital junto al Danubio para los pobres y se dejaban refrescar por los torrentes que bajaban vírgenes de las montañas, se abandonaban a la especular paz de los lagos o, simplemente, se permitían el lujo de sentirse pequeños a la sombra de los majestuosos Alpes.

Viena se quedaba vacía, la ópera cerraba su temporada (la sigue cerrando) hasta que el otoño traía las primeras señales de fresco y de tráfagos laborales, y el centro de gravitación política de Austria se desplazaba hacia el oeste.

Desde los años veinte del siglo pasado, una de las ocasiones en que, esta pequeña muchedumbre de ricos y famosos, se esforzaba por ser vista, eran las lujosas representaciones del Jedermann de Hugo von Hofmansthal. Cada año, los mejores actores austriacos de habla alemana dan una representación en el centro monumental de Salzburgo. Una representación que es el pretexto que Gonzalo, con su perspicacia habitual, ha elegido para pensar por escrito sobre algunos recovecos del alma humana.

 

Cada uno es cada cual

 

“El arte es algo más que un lujo cínico”, ha afirmado con toda intención el escritor suizo Peter Von Matt en su pregón durante la ceremonia de inauguración de la 92 edición de los Festivales de Salzburgo. La afirmación tiene mucho de acusación porque solemniza algo que es evidente: el arte como medio de elevar el espíritu del hombre, abandonando -siquiera temporalmente- el estado del bruto. Pero al mismo tiempo denuncia Von Matt que no siempre ha sido así y que el arte puede ser la tapadera perfecta para justificar lo injustificable. Y a los incontables ejemplos históricos se remite cuando la cuna de la civilización occidental separó el refinamiento cultural del imperativo moral. Los alemanes de entreguerras despreciaban la poca sensibilidad musical de los ingleses porque bostezaban a partir de la segunda hora del Don Giovanni y poco después fueron capaces de inaugurar Auschwitz con las valkirias de Wagner como banda sonora. El arte y la cultura no vacunan contra nada sino más bien lo contrario. Cuando una sociedad escala en la pirámide de Maslow es conveniente abrir más los ojos porque es cuando el mal se hace más retorcido y sibilino.

Esta ha sido siempre la conciencia del arte clásico que concibe el pasar del mero deleite estético para apelar directamente a la ética sino quiere convertirse en un juguete roto en manos de los hombres débiles. Incluso los autores de la modernidad como Hugo von Hofmannsthal (Viena, 1874) atravesaron su obra con un ansia indisimulada de transcendencia y el Jedermann es un ejemplo palmario de ello. Si los clásicos nunca mueren, no es porque sean obras artísticamente insuperables, sino porque portan en ellas una semilla de eternidad.

El Jedermann (1911, Cada Cual, en su traducción española) es una leyenda medieval, nada original en su trama pero siempre innovadora porque apela al hombre herido de todas las épocas: avaricia, egoísmo, vanidad. Ni las amantes abandonadas por el camino, ni el dinero que sostiene su lujosa hacienda, ni el poder ejercido tiránicamente, salvarán al hombre rico de la garra implacable de la muerte. Por contra, será el último resto de amor manifestado en la humildad de lo más frágil lo que redime al Jedermann del ciego destino. Esa apertura a lo trascendente ha sido la clave del éxito del drama y ha llenado año tras año en más de quinientas ocasiones la Plaza de la Catedral de Salzburgo, convirtiéndose en el icono de los Festivales tal como soñó Max Reinhardt en su primer montaje de 1920.

El Jedermann y las palabras proféticas de Von Matt nos deberían de poner en guardia frente a la banalización del arte que se justifica a sí mismo siendo incapaz de dar respuesta a los constantes interrogantes de los hombres. Pasarse estos días por Salzburgo será sin duda un deleite para los sentidos pero debe de ser también y sobre todo una transformación profunda del alma.

Gonzalo

Gonzalo es ingeniero, tiene treinta años, y vive en Viena. En la actualidad, estudia Ciencias Politicas.


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