Los Rolling Stones, Mick Jagger y mi tío Pepe

Los Rolling tocaron ayer en Spielberg. Cuando terminen de leer este artículo, mis lectores podrán contarlo como si hubieran estado allí conmigo.

17 de Septiembre.- Hace unos meses un amigo me escribió un guasap y me dijo que otro amigo común había conseguido entradas para el concierto que los Rolling Stones iban a dar en Spielberg tal que ayer. Que si me apetecía ir.

Yo, la verdad, no recuerdo qué era lo que estaba haciendo, probablemente estaría en la oficina, pero dudé poco, más que nada porque pensé que, aunque nunca he seguido a los Rolling Stones, no se podía negar que por lo menos Mick Jagger era parte de la cultura de masas del siglo XX y que, dada la edad que tiene, era muy probable que me quedaran pocas oportunidades de verle en directo. Total: que dije que sí.

-¿Por cuánto nos va a salir la broma?

Me dijeron una cifra, no barata, pero tampoco demasiado cara, así que nada, preparé el importe y ya.

Conforme el día se iba acercando y temiendo quizá que me aburriría al no conocer ninguna de las canciones que Mick Jagger iba a cantar, me propuse verme unos cuantos videos en Youtube.

Búsqueda tipo: „Rolling Stones greatests hits“.

Como de tiempo ando siempre más bien escaso (no se pueden hacer una idea mis lectores) pues al final no llegué a hacerlo.

Bueno, me dije para mí, así lo verás todo con una mirada virgen“.

De camino a Spielberg, que está en Estiria (El corazón verde de Austria, como reza su eslogan) llamé a mis padres por teléfono y nos estuvimos echando unas risas a cuenta de que mi tío Pepe y Mick Jagger son de la misma edad.

Indiscutiblemente, aunque mi tío Pepe es un señor de la tercera edad muy recio y bien conservado (anda varios kilómetros todos los días a buen paso) el hecho de intercambiarle en el escenario por Mick Jagger nos hacía morirnos de risa „¿Te imaginas..?“ (en mi familia somos así).

También mi padre nos decía que si no nos daba vergüenza que un hombre tan viejo tuviera que trabajar para nosotros hasta las tantas.

En la radio del coche, sintonizada en Ö3 -una de las marcas de la ORF- sonaban los Stones todo el rato. Fuera, la lluvia arreciaba y convertía la carretera en una cinta de charol. Los „churrascos tormentosos“ y las temperaturas (frescas) hacían temer frío y cruijir de dientes.

Mis compañeros de viaje se habían agenciado sendas botas de goma. Yo, como soy español, llevaba unos zapatos de andar por el campo (es que a mí lo de ir a cualquier sitio en botas de goma, aunque sea a un concierto de los Rolling Stones, siempre me ha evocado ambientes agropecuarios y aunque no tengo nada en contra del ganado vacuno, la verdad, ya tengo una edad para ir por la vida como si fuera al primer ordeño de la mañana).

A pesar de todo lo anterior, sí que íbamos abrigados con varias capas de ropa, por lo que pudiera pasar. Y es que una de las cosas en las que yo reparé ayer (no solo en mí, sino en mis acompañantes y en el público en general) es que esto de los conciertos y tal es una cosa en la que, aunque no quieras, terminas vestido y calzado como un indigente o como Madonna en los ochenta, que salía a la calle con todas las cosas que tenía en el armario puestas encima sin seguir ninguna regla lógica. Por lo que pudiera pasar.

Por suerte, al llegar a Spielberg cesaron los churrascos y lució un solo precioso (pena que uno no tenía la cámara buena, porque no dejan entrarla a los conciertos, pero la verdad es que la luz era de esas que dan placer).

Aparcamos el coche en las cercanías de un campo de calabazas y pronto nos empezamos a dar cuenta de que los Rolling son un imán para gente de muchos países (hacer un concierto en Spielberg es por esto una decisión inteligente, porque está a tiro de piedra de varios países). Había eslovacos, había eslovenos, italianos, holandeses…De todo.

Como en Austria está todo muy organizado, había caminos marcados que llevaban a donde horas más tarde iba a cantar Mick Jagger (el concierto empezó a las ocho y media pero desde horas antes estaban los teloneros). A lo lejos se veía su avión privado, con el logo famoso que representa la boca del feo de los Hermanos Calatrava pegado al fuselaje.

Conforme nos acercábamos a la entrada del espacio aproximadamente circular y de una extensión de cuarenta campos de fútbol, empezó también a aparecer gente de esa por la que un fotógrafo daría el brazo derecho para tener la cámara a mano. A ratos, sobre todo cuando iban bebiendo a morro de botellas que parecían contener líquidos de esos que te los tomas y te quedas ciego o te salen pelos en las palmas de las manos (ah, no, eso era otra cosa) pensaba que había que ver qué mala pinta tenía aquella gente, pero claro, luego uno se daba cuenta de que la suya no debía de ser mejor.

Atardecía y, ante nosotros, se extendía un inmenso barrizal en donde la gente trataba de avanzar como mejor podía. Había gente que perdía los zapatos, muchas personas (curiosamente) en silla de ruedas y personas que llevaban también la ropa como si hubieran hecho una pelea en el barro, pero involuntariamente. Digo que curiosamente en silla de ruedas no por nada, sino porque, considering lo que había que considerar, si yo fuera una persona con las mínimas dificultades de movilidad, no me hubiera metido en semejante fregado. Mucho tienen que tirarte los rolling para arriesgarte a quedarte varado en el barro (y aquí, el peligro, era de verdad).

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Aparte de lo de los estilismos, cosa que alguno de mis lectores puede considerar frívola, en estas ocasiones uno se da cuenta de que los chicos tenemos un tanto muy a favor en cuanto a diseño en relación con el contingente femenino de nuestra especie.

Entre las piernas tenemos un artilugio (algunas dirán que un segundo cerebro) que nos permite desaguar en cualquier sitio. O sea, que tú veías las colas (con perdón) ante los wáteres portátiles y le agradecías a la Virhensita del Coromoto que Dios te hubiera puesto un pito ¿Que también colaborabas en la formación de cieno, convirtiendo la arena de Spielberg en el trasunto de un establo? Pues mira: para morir nacemos. Póngame otro Sprizter, bitte.

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También pensó uno que la arena de Spielberg era una especie de metáfora del mundo. Porque, como en el mundo, señora, en Spielberg también había clases y había gente que disfrutaba, es un decir, del concierto desde una carpa VIP, en la cual, como es obvio, no hacía falta mear contra ninguna pared de plástico, porque los wáteres estaban equipados a todo confort (incluyendo chorrito para limpiarte tus partes). A quinientos la entrada y de ahí para arriba. Cara, la broma del chorrito.

Naturalmente, en esto como en todo, lo que los ricos ganan en calidad de vida, lo pierden en autenticidad, porque ya que vienes a ver a sus satánicas majestades (que de satánico, los pobres, ya tienen poco, porque los Rolling hace ya mucho que son más mainstream que Shakira) pues oye, que huela a establo, que estés metido en el barro hasta la rodilla y que veas a gente de esa con la que no te verías normalmente.

Mientras estábamos esperando a que Mick Jagger hiciera su aparición, nos ocurrió otra cosa también „metaflórica“ como si dijéramos.

Di que estabamos hablando de mi tío Pepe (al que el lector ya conoce de líneas más arriba) y de lo agustito que estaría el hombre en su casa a aquellas horas, sin tener que trabajar, cuando apareció un señor de unos cincuenta años, con la cara gris como de ser un extra de The Walking Dead, y se tiró encima de uno de los miembros de mi grupo ¿Con alguna intención aviesa? No. Solo para no perder la verticalidad. No parecía que estuviera borracho, por cierto, sino que le había dado lo que en muchos pueblos de España se llama „un volunto“. Mi amigo, con aquel señor encima, no sabía qué hacer. Los demás acudimos para ayudarle a soportar la carga y pedíamos, entretanto, que alguien llamase a los sanitarios. Había cerca de nosotros un grupo de eslovacos que nos miraban como si nuestro comportamiento les pareciera extrañísimo.

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!Llamad a los sanitarios! -decíamos nosotros en varios idiomas. Y ellos nos miraban, como diciendo „¿Para qué? Tira al tipo al suelo y ya está“; de lo cual, sacará el lector la conclusión que yo: o sea, que en los países ricos hay mucha más solidaridad que en los países pobres, en donde el hombre es un lobo para el hombre, el que venga detrás que arree y maricón el último.

Mientras uno de nosotros corría a por los sanitarios, el tipo se recompuso un poco y, en buen alemán, dijo que se había mareado, pero que ya estaba bien. Y tal cual, se marchó. De nada.

Al llegar las ocho y media, yo estaba como están mis lectores ahora mismo. O sea, preguntándome que cuándo salían los Rolling Stones. Y salieron, con cierta impuntualidad (noblesse oblige) pero salieron.

Yo iba esperando a un señor de setenta y cuatro años, por Mick Jagger, dando testimonio que donde fuego hubo quedaban brasas (aunque fueran unas brasas espléndidas) y la verdad es que de brasas nada, porque lo que yo vi ayer no es para ser descrito y Mick Jagger es, desde ayer, uno de mis ídolos, a la misma altura que Lola Flores (que en paz descanse) y de Raphael, con los que tiene muchísimas cosas en común.

De hecho yo quisiera un dúo entre Raphael y Mick Jagger en donde el inglés cantara o cantase aquello de Yo soy Aquel (que cada noche te persigue).

También llegué a la conclusión, evidente de que lo de las drogas, las amantes incontables (incluso el folleteo con David Bowie el cual, de todas maneras, folleteaba con todo el mundo) debe de ser mentira, porque no hay nadie que haya pasado una vida tan mala y pueda estar a los setenta y cuatro así. Es que es médicamente imposible. Uno le veía a aquel señor mover el culillo de almendra por el escenario y no podía juntar los dos huesos maxilofaciales.

Cuando cantaron Satisfaction, (bueno, ellos y 90.000 gargantas más) un hombre levantó a su hijo pequeño, y se lo puso a hombros, como debe de pasar en Sevilla en la semana santa al paso de una virgen que produzca especial devoción.

Al terminar esta pieza, se nos acercó un hombre que había ido al concierto solo. Un señor mucho más joven que Mick Jagger, aunque ya bastante baqueteado (se conoce que no había consumido suficientes estupefacientes para mantenerse joven) y le dijo al amigo que había sostenido al moribundo:

-En el año ochenta y cinco -en 1985, pero si hubiera dicho 1885 le hubiéramos creido igual– fui a ver a los Stones a la Stadthalle y me gasté noventa schillings, mi sueldo de tres meses de aquella época. Pero mereció la pena.

Le entendí perfectamente.


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