Aquella canción de los años ochenta

Los ochenta empiezan a ser pasto de nostálgicos. Yo, personalmente, encuentro que ahora la gente joven lo tiene más fácil que entonces. A pesar de algunos.

3 de Abril.- Como todos mis lectores saben, ando al principio de la cuarentena. Empieza a sorprenderme que, cada vez más, me relaciono con gente a la que hay que explicarle, por ejemplo, cómo era el mundo antes de que cayera el muro de Berlín (¿El muro? ¿Qué es eso?). También me sorprende que los años ochenta y los años noventa del siglo pasado estén empezando a convertirse en placer de nostálgicos (uno de los factores, por ejemplo, del éxito de Call Me By Yor Name) lo mismo que, siendo yo más joven, fueron los setenta y los pantalones de campana los que volvieron.

Quizá por la edad en la que la viví, encuentro que la década de los ochenta tenía pocas cosas agradables para ser niño. Quizá (y eso, visto ahora) que la sociedad era mucho más inocente debido a que internet no existía más que como un proyecto militar. Cuando la gente piensa con agrado en los ochenta, lo que les gusta es el tipo de candor que supongo que la gente quería volver a encontrar cuando, en los años cincuenta del siglo pasado, acudían en masa a ver las películas de Sissi. No porque las películas fueran especialmente buenas, sino porque les recordaban a los tiempos de antes de la guerra, cuando cualquier pasado era, por fuerza, mejor.

Una de las cosas que no creo que haya que echar de menos de los años ochenta eran las torturas que los mayores nos infligían en forma de algunas series de televisión de dibujos animados (Heidi, Marco, Candy Candy). En las de mi infancia, parece que los guionistas se complacían en buscar tramas lacrimógenas en las que los protagonistas pasaban las de Caín. Para mí sigue siendo un enigma el por qué.

Por lo demás, los críos y adolescentes de mi época vivíamos presos en un montón de tabúes que, para quienes los sufrían, eran sumamente crueles. A nosotros no nos los parece probablemente porque, como le pasa a todo el mundo, no concebíamos que el mundo pudiera ser de otra manera. El síndrome de Down, por ejemplo, o la homosexualidad, que son para mi sobrina de diez años cosas completamente normales de las que ha conseguido sin mayor problema explicaciones adaptadas a su edad, eran para nosotros cosas que estaban rodeadas por un velo de misterio no solo absurdo, sino que también obligaba a mucha gente a sufrir en silencio. Cuando un crío o una cría, en aquella época, se daba cuenta con el despertar de las hormonas de que sus gustos no iban por el camino mayoritario, la sociedad le obligaba a acometer una serie de heroicidades que hoy, por suerte, y por lo menos en España, han pasado al baúl de los recuerdos.

O cuando una pareja tenía un bebé con alguna minusvalía, todavía se veía no solo como un factor que podía complicar la existencia del recién nacido, sino como una vergüenza horrible que caía sobre la familia. Al contrario, cosas que en mi época pasaban por ser cosas inofensivas, hoy, gracias a la concienciación de la sociedad se han convertido en cosas que solo hacen on dicen los de caudal neuronal más justito. Por supuesto, queda todavía mucho por hacer, pero yo creo que la situación así, en general, ha mejorado bastante.

En cada época, los contenidos a los que están expuestos los chavales son una cosa muy delicada y no faltan en ninguna generación adultos que, quizá queriendo hacerles bien a los chicos, no aciertan demasiado bien con el modo. Al hilo de esto y de lo que decíamos ayer, del estereotipo del extranjero malo (un amable lector me llamaba la atención e intentaba convencerme de que no hay estereotipo que valga) me ha llamado la atención la polémica desatada por una obra de teatro encargada por el Ministerio del Interior austriaco (?!), y que se ha representado ya setenta veces en los colegios de EGP (Este Gran País).

Dicha obra se llama Welt in Bewegung (El Mundo en Movimiento) y parece ser la traslación al teatro de una situación que todos los extranjeros que vivimos en Austria hemos experimentado alguna vez. Ese momento en que hay alguien que empieza a decir delante de ti cosas desagradables de los extranjeros y, tras diez minutos de perorata (higiene, retraso cultural, etc) nota tu silencio oprobioso y entonces te dice: „No, hombre, tú no te preocupes, que tú eres un extranjero bueno“.

Welt im Bewegung, material para infantes e infantas trata de dos refugiados que llegan a Austria. Mientras el primero viene de la guerra de Siria y lo primero que hace es ayudar a una reportera de guerra (austriaca) herida. El otro llega a Europa traido por una red de tráifico de personas y se dice que es „de África“, así en genérico. Mientras uno es buenecito, dócil y va a cursos de alemán, y al final de la obra, como premio a su bondad recibe un visado de permanencia en Austria; el otro es un chorimangui, respondón, que lo que quiere es que se lo den todo por la cara; en justo castigo a su perversidad, le deniegan el visado y termina enrolándose en el Estado Islámico.

No hay que ser Schopenauer para darse cuenta de lo que pasará en la cabeza de las criaturas en las que este sofisticado mensaje cale. Uno prefiere ser optimista y pensar que las generaciones nuevas sabrán más que nosotros. Aunque cualquiera sabe, igual vuelven al siglo pasado. Gente que quiere que vuelvan, ya la hay.


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