Hoy se ha sabido que el terrorista ultraderechista que provocó una masacre en Nueva Zelanda pasó por Viena. Veamos qué podemos aprender.
19 de Marzo.- Cualquiera que lea un poco sobre la llamada Edad de Plata de la Cultura española (las vanguardias, la generación del 27) no tardará en encontrarse con una fuerza, de mucha menor calidad en lo artístico, pero de sentido ideológicamente opuesto : la llamada literatura falangista (para mis lectores no familiarizados con la historia de España, el falangismo fue la variante española del fascismo).
Son treinta años de prosa escurialense y amazacotada, de Imperio, de Cristiandad, de Arcaismos, de laconismo militar, de culto a la muerte y a los caídos en combate. Como díría Jesulín, y en dos palabras: un la-ta-zo. Cuando la guerra civil se llevó por delante lo más hermoso de aquel ejército a cuya cabeza estuvieron Federico García Lorca y Miguel Hernández, la cultura oficial española quedó durante treinta años en manos de una pléyade de amanuenses cuarteleros y provinciales hoy, en su gran mayoría, justamente olvidados y prácticamente ilegibles.
Considerados aisladamente, es bastante difícil entender la existencia de este grupo de pensadores que fundamentaban su orgullo en formas artísticas en su mayoría superadas hacía ya cuatro siglos y en una alergia granítica a la modernidad.
Sin embargo, vista en conjunto, la cosa tiene todo el sentido. El fascismo fue un cáncer que se alimentó de la modernidad. Más aún : del mismo modo que se puede entender la modernidad sin acudir para nada al fascismo, es imposible entender el fascismo sin pensar en lo que la tecnología, la irrupción de la mujer en el espacio público después de la primera guerra mundial y, sobre todo, el sentimiento de estar ante un fin de época, contribuyeron al surgimiento de movimientos que pretendían detener el tiempo.
El fascismo europeo de entreguerras tuvo un periodo de latencia relativamente largo, sobre todo en términos de la velocidad a la que todo funciona hoy en día; sin embargo, lo súbito de la ruptura tecnológica y la necesidad que todos tenemos de enfrentarnos día a día a un mundo que cambia a una velocidad que nos exige poner en cuestión lo que creíamos inamovible, ha provocado que haya mucha gente que se sienta expulsada de lo que podríamos llamar la zona segura del mainstream.
Personas que no pueden entender, por ejemplo, un mundo en el que la religión ha perdido mucha de su importancia como factor de medida del bien y del mal ; unas sociedades multirraciales y multiculturales, en las que los roles sexuales se han vuelto mucho más fluidos y difusos ; un mundo en el que el nacionalismo es cada vez menos difícil de sostener, porque una calle de Hong Kong es exactamente igual que una calle de Nairobi o de Madrid (salvando, claro, las diferencias económicas) y un mundo en donde el universo del trabajo se parece cada vez menos a aquel para el que el sistema educativo nos preparó.
Todas estas personas expulsadas sienten, ante todo, pánico e inseguridad y, como sus abuelos de los años treinta, se lanzan en tromba a lo que consideran que es su bote salvavidas : tratar de revertir la situación del mundo a lo que era hace treinta años (un buen ejemplo sería el Brexit).
No es que hace treinta años no hubiera personas que se sintieran ajenas a la evolución de los acontecimientos pero, o bien les daba vergüenza decirlo y, con ello, confesarse en una posición marginal, o bien encontraban muy difícil trabar relación con otros como ellos.
Hoy, sin embargo, existe una herramienta que les ha ayudado a coordinarse y a sentirse menos solos : internet.
Hoy se ha sabido que el terrorista ultraderechista que asesinó a una muchedumbre en Nueva Zelanda se ha pasado los últimos dos años paseándose por el mundo y que uno de los sitios en donde ha estado ha sido en Austria. Seguramente se encontró con gente de ideología parecida a la suya y, seguramente, los conoció por internet. Es más : el atentado se preparó para que tuviera la mayor repercusión posible no ya en la televisión, sino en la red. Porque el terrorismo de cualquier signo, y el terrorismo ultraderechista no es una excepción es, ante todo, espectáculo. Un espectáculo siniestro, pero sobre todo un espectáculo. El terrorista necesita aparentar que tiene fuerzas, que tiene apoyo, que tiene poder, cuando es todo lo contrario. El terrorista es, ante todo y sobre todo, un pobre hombre.
Deja una respuesta