Canossa (2/2)

¿Qué hacer cuando las cosas se te ponen de color de hormiga? El emperador Enrique IV lo tuvo claro: ir a ver al papa.

12 de Abril.- Cuando el papa Gregorio tomó la decisión de promulgar el celibato sacerdotal, también dictó otros cuatro decretos, referentes a las investiduras y a la simonía. O sea, la compraventa de cargos religiosos.

Según la doctrina eclesiástica, al emperador se le fastidiaba el negocio, porque se decía claramente que ningún laico podía convertir a un laico en religioso y que el único que tenía poder para consagrar a alguien era el papa o, en su defecto, algún representante de la Iglesia.

El emperador, por la cuenta que le tenía, sostenía que las personas que recibían un feudo eran, sobre todo feudatarios y que el hecho de que fueran religiosos, era una cosa secundaria.

Si el papa era el único que podía consagrar religiosos, al emperador, en este caso Enrique IV, no se le escapaba que el papa podría colocar en su reino vasallos suyos y que naturalmente perdería influencia.

En el año 1076, cuando Enrique IV, el emperador del Sacro Imperio Romano tenía 26 años (para que luego digan que Sebastian Kurz es un político jovencillo), como hubiera dicho Jose María García, estalló la bomba informativa.

El emperador, que había estado ocupado intentando convertir Hungría en un estado satélite del Sacro Imperio Romano, decidió que se había acabado la tontería y para resolver el tema de las investiduras convocó un concilio en Worms. En la convocatoria del concilio el emperador le retiraba al papa su tratamiento y le llamaba Hildebrand, su nombre de pila (y no por su nombre artístico, que era Gregorio).

Esta convocatoria significó que el papa era automáticamente depuesto, cosa que en el Vaticano, como es lógico, no sentó nada bien.

Para los tiempos que se manejaban en la Edad Media, la deposición del papa Gregorio duró un suspiro. Un mes estuvo el sumo pontífice en el dique seco, pero al volver, naturalmente, quiso vengarse del emperador y actuó con toda la dureza que podía desde su puesto. O sea, excomulgó al emperador.

En estos tiempos en los que la gente comulga poco, nos es difícil darnos cuenta de lo que significaba entonces que el papa te excomulgase. Sin embargo, piense el lector en un país como por ejemplo Irán, que es una teocracia en la que el poder religioso y el poder político están inextricablemente unidos. Como sucedía entonces en Europa. Para el emperador, al principio, la excomunión no significó demasiado, pero poco a poco, según se extendió la noticia, empezó a tener problemas. La excomunión significaba una muerte civil, porque invalidaba todos los juramentos de vasallaje, que eran el andamio sobre el que se sostenía la sociedad medieval y el poder del emperador.

Dada la naturaleza electiva de la monarquía del Sacro Imperio Romano, en la que los príncipes tenían tanto poder, Enrique IV empezó pronto a sentir el frío que da quedarse con el porompompero al aire. Por interés (hubo naturalmente gente que vio en la debilidad de Enrique IV la posibilidad de tener ellos más fuerza) o por fe en el Papa y en la Iglesia de Roma, los que le sostenían empezaron a volverle la espalda.

Sin embargo, Enrique IV no era tipo que se amilanase ante esto y decidió tomar medidas. Por la dueña del castillo Mathilde de Canossa, supo que el papa Gregorio estaba en el castillo de ídem, sito en el norte de Italia.

Así que, para que el papa le levantara la excomunión, se tragó su orgullo y emprendió el famoso camino de Canossa.

Tuvo que atravesar los Alpes por la parte más difícil y peligrosa, para más inri en enero y descalzo. Naturalmente, no lo hizo solo, sino que lo hizo con sus deudos, para mover al papa más a la piedad, se supone.

Llegado que Enrique IV fue al castillo de Canossa, con un frío que pelaba y vestido solo con sandalias y una túnica de estameña, le pidió perdón al papa.

-Santidad, santidad, anda, levántame la excomunión, que voy a ser bueno.

Y el papa:

-Ni bueno, ni buena. Anda, que contento me tienes.

-Que sí, que voy a ser bueno, venga, va… -y mientras tanto, soplando la ventisca. Y el papa que nones.

Tres días con sus noches así. Hasta que el papa decidió que Enrique IV se había humillado bastante y le levantó el castigo.

Esta versión de los acontecimientos tiene un problema: según los historiadores es demasiado bonita. Demasiado redonda. No hay más fuentes contemporáneas que la confirmen que una carta que, casualmente, proviene del papado. O sea, que es muy probable que el asunto de la penitencia del rey y de los tres días con sus noches arrodillado frente al castillo de Canossa fueran „fake news“ para hacer pasar al papa por ese señor supermajo, piadoso pero severo, que había perdonado al tunante de Enrique IV.

Es más: según las últimas investigaciones, toda la historia de la penitencia draconiana de Enrique IV podría ser una trola igual de grande que el castillo de Canossa. Según parece antes de enero de 1077 Enrique IV ya habría buscado llegar a un acuerdo con el papa y que, por problemas de agenda (en el Medievo los viajes no eran tan fáciles como los que casi todas las semanas hace Mari Tere May a Bruselas) no pudieron encontrarse hasta enero de 1077 y que, cuando se encontraron la cosa se resolvió con una penitencia simbólica.


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