Quería hacer modificaciones en un texto que le había mandado la constructora de su casa. Por un cambio de la normativa sobre calderas, le tienen que hacer no sé qué arreglos y, como paso previo, tenía que dar su autorización mandándoles por fax, firmado, el documento en cuestión.
Siendo el papelito un modelo estándar le pregunté por qué quería hacer modificaciones, y entonces me explicó que había en el documento una falta de ortografía de esas que hacen que necesites ponerte una pastilla de nitroglicerina debajo de la lengua. Se trataba de un Eligo que se había colado en una frase como esta: “Eligo esta opción”. El muy ágrafo del que había escrito el documento había pensado que Eligo, así escrito, se prounciaba Elijo y, por lo tanto, era la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo elegir. Todo podría haberse quedado ahí, pero es que el tipo había escrito Eligo varias veces (tantas como lo consideró conveniente para sus fines) lo cual demostraba que no se había tratado de un triste desliz digital de esos a los que todos estamos expuestos, sino que había sido, pura y simplemente, un acto de bestialidad.
Mi hermano y yo nos reíamos (por no llorar) al pensar en ese hombre que había escrito el documento usando, seguro, un procesador de textos de los que chivatean las faltas y, al ver la línea roja (¿O roga?) debajo de Eligo, había pensado:
-Este Bill Gates ¡A mí querrá enseñarme a escribir en español! – Y había elegido (¿O eleguido?) la opción “Rechazar todos” y había mandado el documento como le había salido de la entrepierna.
Tras esto, mi hermano y yo “miramos los muros de la patria nuestra” en lo que a esta cuestión se refiere, y nos dieron ganas de llorar.
Y hasta que mi hermano me dijo “Te dego” estuvimos recordando aquellos tiempos en los que Don Luis –un maestro nuestro cuyo recuerdo guardamos como oro en paño- nos ponía la cara colorada por un quítame allá esas pajas ortográficas.
Y salió, por supuesto, el tema de los cuatro suspensos con los que los chavales de ahora –mastuerzos en potencia que, si nadie lo remedia, serán mastuerzos en acto- podrán pasar de curso. Y nos preguntamos qué pasará con el país cuando el frenesí ladrillero se acabe y nuestros gobernantes se vean en la necesidad de “eleguir” un nuevo sector que le alegre las pajarillas al PIB ¿Cual nos hará entonces ser más “competitibos”? No quiero ni pensarlo.
Una de las cosas que he aprendido en Austria es que las reglas son necesarias. Las primeras, las de la educación y las de la urbanidad. Escribir bien, o intentarlo por lo menos, entra también en el paquete.
Ciertos hábitos civiles hacen que nuestras relaciones con los demás se vuelvan mucho más agradables. Pero es que, además, manifiestan una actitud determinada y aclaran el concepto que los otros nos merecen, así como el que queremos merecer a los otros. En Austria, por ejemplo, alguien que le apea a un desconocido el “Usted” (Sie, Ihnen) o que no dice “Gracias” ni “Por favor”, inmediatamente se denuncia a sí mismo como un gañán. Nadie trataría aquí a un camarero de tú (salvo, por supuesto, que lo conozca de toda la vida). Primero, porque el camarero se molestaría y, segundo, porque rompería ese marco que el usted define de respeto por el trabajo ajeno. Y, en Austria, si hay algo sagrado, es el trabajo de los otros.
En España el usted se bate en retirada y, quien lo usa todavía, queda encuadrado instantaneamente en ese estrato rancio ajeno a los vaivenes de la planta de Moda Joven de El Corte Inglés. Es la tontería esa de “Ay, de usted no; trátame de tú que me haces mayor”.
Otro ejemplo: en Francia ningún periódico hablaría del presidente del gobierno como “Sarkozy” y, por supuesto, ninguno mencionaría su nombre de pila ni sus iniciales. Tampoco hablaría de “Segoléne”, ni por descontado, diría esa horterada de “Sarko” que convierte al político francés en un mafioso albanés de película de Chuck Norris (lo cual, quizá, no esté muy lejos de ser en realidad, pero eso es otra cosa).
Entre nuestros vecinos, el presidente del gobierno es siempre M. Sarkozy (la M es de Monsieur, señor).
En cualquier información escrita se hablaría de que “El señor Sarzoky sostiene que el perímetro del territorio francés debería ser protegido con vallas electrificadas y alambre de espino” o se diría que “el señor Sarkozy volverá a establecer la semana de cuarenta y cinco horas y el trabajo infantil al objeto de hacer más competitiva la economía francesa”. Incluso cuando estas informaciones estuvieran en las páginas de periódicos a los que esa bestia parda les cae antipática.
Por supuesto, un periodista que en Francia, o en Austria, escribiese una palabra mal acentuada (y en francés es muchísimo más fácil deslizarse por el lado salvaje de la vida que en español) o con una falta de ortografía, sería despedido fulminantemente o, con suerte, se le pondría a redactar la sección de horóscopos, que es lo que se le da siempre al más tonto del periódico. Exactamente igual que uno despediría a un fontanero que no supiera arreglar un grifo. Si el idioma es tu herramienta de trabajo lo mínimo que se te pide es que domines suficientemente el material que te llena el plato de lentejas.
Y si no, pues nada: a “eleguir” otra profesión. Que las hay a cientos.
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