Arrivederchi, Vladimiro
¿Qué es ese brilo en los ojos?/¿Qué es en el rostro ese incendio?/¿Qué es ese temblar de labios?

22 de Noviembre.- Las mejores cosas de la vida nos suceden por casualidad. Ayer, mientras estaba cenando, pasé por suerte por una de las cadenas del satélite y me encontré con que entendía la peli que estaban echando (que es una razón suficiente para quedarme viendo un canal, con las cosas como están).
El flin en cuestión se llamaba “Goodbye Lenin”. Y el caso es que ya lo había visto nada más llegar a Austria. Pero como mi alemán en aquellos tiempos era inexistente, me había limitado a lo que fueron mis primeros meses de vida aquí: como decía mi abuela, “a ver los santos”. Pero ayer, descubrí con alegría que los santos hablaban un lenguaje muy humano, y mientras cenaba, me fui quedando enganchado por esa peli que, sin pretenderlo, te pellizca suavemente.
Para quienes no la hayan visto, Goodbye Lenin va de un chaval que vive en Berlín justo después de la caida del muro, y hasta ahí puedo leer, que la destripo.
La peli explota dos cosas: por un lado, la nostalgia de los antiguos ciudadanos de la DDR frente al reguladísimo (y por tanto seguro) mundo comunista. Un fenómeno que los alemanes han llamado “Ostalgie”. Por otro, es una película de iniciación, de alguna forma. Porque todo el mundo puede identificarse con ese chico joven que va perdiendo, al mismo tiempo que el argumento avanza, todas sus ilusiones y sus ingenuos ideales.
Me hizo recordar a mi amiga D. N., una mujer de belleza inquietante y sinceridad arrolladora, que estuvo de visita en casa este verano con motivo de la presentación de un documental que había hecho.
A D., treintañera como yo, le pilló la caida del muro al inicio de su adolescencia y aún recuerda con pesar cómo, en el curso de un año, el país de su infancia desapareció. Instituciones, periódicos, libros escolares, moneda…Todo en la DDR se convirtió en carne de mercadillo. Me viene su imagen a la memoria, el cuello largo, la melena oscura recogida, los ojos grandes y algo llorosos, untando pan negro con mantequilla y contándome a media voz, como quien relata un dolor secreto, la pérdida de su país.

Todo coincide, además, con que, por motivos laborales, se me ha encargado una investigación sobre Alemania del Este. Como primera medida, he tenido que aprender muchas cosas de ese país que ya no existe más que en los libros de historia. Por ejemplo, sus ciudades más importantes, y sus fronteras. He leido con sorpresa que hubo incluso una Karl-Marx Stadt (ciudad Karl Marx) que hoy ha recuperado su nombre antiguo. Y que, en la rigurosamente planificada economía socialista, había que esperar 15 años para conseguir un coche. O pagar el triple de su precio en el mercado negro si uno no quería esperar. Un mercado negro que el Estado, incapaz de subvenir las necesidades de los ciudadanos mediante la economía controlada, permitía y alentaba.
D. también me contaba que ella y su hermano L., debido a su situación geográfica, podían ver la tele de la Alemania occidental y que los adultos, al ver la opulencia en la que vivían los habitantes de la parte capitalista del país, renegaban en voz baja diciendo que todas aquellas cosas no eran más que propaganda.
Hay una cadena por satélite (MDR, creo que se llama) que emite ininterrumpidamente programas y series hechos en la DDR (o RDA por sus siglas en español) y resulta curioso ver cómo la retórica policíaca tenía que adaptarse a los dictados del partido único. Por ejemplo, en las pelis de la DDR nadie lleva corbata (prenda que tenía connotaciones burguesas) y los policías persiguen a los ladrones montados en unas cafeteras de aspecto inestable parecidas a los viejos Seat 124. También mola ver las películas rusas en Sovkolor, la alternativa comunista al Technicolor capitalista. Un sistema que retrataba las sonrisas tirantes y las poses hieráticas de los actores soviéticos en unos tonos pastel que, desgraciadamente, se irán difuminando hasta perderse, porque la emulsión comunista no resulta inmune a los estragos de los años.
Como todo en esta vida, supongo.


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