La llave de oro

Hola Ainara:
Una de las certezas que más pronto se alzó en el centro de mi vida es que yo era diferente. En aquel entonces no hubiera podido explicar exactamente lo que me hacía distinto, pero hoy lo veo bastante claro: mi manera de divertirme, mi percepción del mundo que me rodeaba, no tenía nada que ver con la de la gente de mi edad (hoy, siendo realistas, tampoco, aunque, por suerte, he ido encontrando a lo largo del camino a una serie de gente tan rara como yo). Supongo, Ainara, que fui muy mal niño. Lo mismo que se puede ser mal bombero o mal escritor.
Existe una foto mía, que me sacaron en el colegio a los cinco años, que tu padre ha comentado muchas veces. Está colgada en el comedor de tus abuelos. Es la fotografía de un niño muy serio que mira decididamente al fotógrafo. La mirada no es lábil, ni suave, como la de los niños. Es una mirada despierta de adulto.
Cuando me hicieron la foto, no sabía leer, pero aprendí pronto. Y la verdad es que los libros han sido, desde entonces, mi mayor placer y una de las causas de mis problemas. Porque, embebido en aquellas lecturas indiscriminadas, pronto terminé por ignorar complentamente los entrenimientos de mis contemporáneos.
Ante una novela de Agatha Christie, con sus crímenes sanguinolentos y sus lores, palidecían las chapas y las peonzas ¿Cómo podían competir con el profesor Liddenbrok y su fiel ayudante Axel durante su fascinante viaje al centro de la tierra? ¿Qué podían hacer las personas reales con los personajes de El Robinsón Suizo, que fue uno de mis libros favoritos de la infancia? ¿Qué era de los monótonos juegos infantiles ante las abracadabrantes aventuras de Frodo Bolsón? (leí la trilogía del señor de los anillos en tres días, para espanto de la bibliotecaria que me servía aquella droga).
Supongo, Ainara, que me convertí en un niño redicho y repipi que, con siete años, manejaba con destreza palabras como “desaforado”, “increpar” y “autodidacta”.
Se abrió una brecha entre yo y el mundo que me rodea que hoy he asumido pero que, en aquellos años, resultaba dramática. Toda mi infancia fue una larga travesía de incomunicación.
Con el agravante de que los demás niños eran los primeros que lo notaban y parecían complacerse en meter el dedo en la llaga.
Porque Ainara, si algún día tienes la desgracia de ser una niña diferente (porque seas más gordita, más flaca, porque tengas las orejas grandes o uses gafas o aparatos, o te guste leer), pronto descubrirás que la chusma que te rodea no tendrá piedad. No desaprovechará ni un solo minuto para recordarte lo que tú más quieras esconder.
Guardo como oro en paño cada uno de los contados gestos de misericordia que otros niños tuvieron conmigo durante aquellos años. Pronto me curé de esa creencia estúpida que asocia a la infancia la inocencia y la bondad. Por lo menos, no fue esa mi experiencia. Y supongo que parte de la culpa de la poca fe que tengo en los seres humanos proviene de aquellos años en los que pude comprobar en mis propias carnes lo absurda y despiadada que puede ser la crueldad ajena.
De todas maneras, sobrina, el truco de esta vida consiste en integrar todo lo que nos pasa. Llegado un momento de la mía, traté de ver lo que me había pasado de niño con espíritu crítico y, después de sacar cuentas, convine conmigo mismo en que a)yo tampoco había favorecido que los demás me trataran mejor intentando acercarme a ellos (de hecho, me inspiraban una pereza olímpica) y b) A la postre, todo aquello me fue muy útil porque me enseñó a observar a los demás, a ver lo que ellos no ven, a buscar la lógica interior de sus comportamientos. Todo nació de no entenderles.
Y si la infancia de uno de los Machado son recuerdos de un patio de Sevilla en donde maduraba un limonero, la mía son recuerdos de mi habitación infantil, en verano, con la persiana un poco bajada, un buen libro entre las manos, y un cartucho de galletas María para mordisquearlas durante la lectura.
Hay gente, Ainara, que tiene recuerdos peores.
Y para terminar, sobrina, la llave de oro que abre todas las puertas: la única manera de que no te importe lo que los demás digan de ti, es que no te importe a tí misma. Disfruta de lo que eres, Ainara, porque eres un ser único e irrepetible. Eres hermosa porque no habrá nunca nadie como tú. Lo que te hace diferente te hace bella.
Besos de tu tío.
PS: Estás guapísima en la foto que me ha mandado tu abuela. Al venir a trabajar esta mañana me has dicho hola desde la estantería de mi habitación.

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Comentarios

Una respuesta a «»

  1. Avatar de m.
    m.

    Muy bonita la carta para tu sobrina. Le acabas de dar una lección de gran utilidad para que sea feliz en la vida. ¿Por qué será que me resulta tant familiar lo que cuentas? Un beso. M.

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