Siempre me pasa igual. Los primeros días ando muy agobiado, porque tengo muy presente que vengo por un tiempo limitado, y eso me hace estar nervioso y verlo todo negro. Que si ya no conozco mi país, que hay que ver lo que ha cambiado todo, que la gente habla alto, que si la bachata infinita, que si la conversación duradera, que si todo me molesta, que si me siento un marciano…O sea, que me vuelvo un pupas. La sensación se me va pasando gracias a la oleada de afecto que me envuelve; a los encuentros con la gente que me hace el favor de no olvidarse de mí. A la familia, que está ahí pase lo que pase (ahora, aumentada en un miembro más, cuya presencia lo hace todo más burbujeante). Lo que sí es cierto, y tengo que aceptarlo, es que, cada vez más, soy un ser mixto, aunque eso de que “no se es de ningún sitio” es una trola. Yo soy, he sido y seré siempre español. Con lo bueno y lo malo que eso conlleva. La misión nuestra es procurar que lo bueno prevalezca sobre lo malo, aunque no siempre sea así.
Me fastidia, sin embargo que, debido a este vínculo tan profundo que me une a mi tierra, sea incapaz de tener la mirada fresca sobre ella que tengo sobre Austria y que podría resumirse como que la realidad pesa más aquí que allí. Es una sensación curiosa (que tengo comprobado que asalta a otros expatriados) de que la realidad austriaca es más ligera. Como hecha de madera de balsa. Los golpes son menos golpes (un poco como los porrazos que se dan las marionetas en los teatrillos con los garrotes de corcho) y todo es más fácil porque uno se siente más ligero.
Ayer, un amigo muy querido me preguntaba por cosas que me habían gustado al llegar a España. Y la verdad es que no me extendí demasiado en la enumeración. Porque una cosa es el país que yo quisiera encontrar (y que, cada vez, se parece más a Austria) y otra el que es. En relación a mi país se me ha borrado de la mente una de las ideas que yo repito con más insistencia a otros: para querer a alguien hay que quererle, sobre todo, por sus defectos.
Por eso quiero terminar este post haciendo un canto de amor a mi país a través de imágenes hermosas que he visto: el cielo de mi tierra, tan azul, tan puro y tan limpio. La risa espontánea de la gente. La fineza constante de las personas que se paran por la calle y que tratan de aliviarse las durezas de vivir a través de una expresión de solidaridad constante, que se manifiesta en un interés sincero por las cosas que les pasan a los otros. Me alegro mucho cuando noto que, a pesar de todos los pesares, la gente sigue tocándose espontáneamente cuando se ve por la calle. Me emociono con los niños que juegan, con la alegría de vivir que se respira, con la efervescencia intelectual que hace que la gente esté maquinando siempre cómo llegar al día siguiente. Me encanta cierto senequismo que se respira y que hace que los españoles seamos más conscientes que otros pueblos de que todo esto es falso, de que “hay que batallar mucho para llegar a viejo y que, al final, para qué: para morirse”. Me encanta la curiosidad de mis paisanos, la cantidad de parejas mixtas que veo por la calle. Me gusta lo acogedores que somos los españoles. Me gustan las marujas. Me emociona la gente que canta espontáneamente. Las parejas que, en la escalera mecánica del supermercado se gastan bromas y bailan al ritmo de los villancicos. Todas esas cosas, y más, me alegran la vida. Y hacen, sobre todo, que merezca la pena volver.
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