Los libros de mi hermano

Libros, depositarios de la herencia/misma del universo;/antorchas en que arden/las ideas eternas e inexhaustas

15 de Enero.- Siempre que voy a España, me traigo los libros que la maleta me permite. En este último viaje, uno de ellos ha sido El Misterio de la Isla de Tökland: una más de las incontables alegrías que me ha dado mi hermano.
Dudo ahora de si se la mandaron leer en el colegio o si, simplemente, se la regalaron. Sea lo que fuere, lo cierto es que el libro terminó por casa, y que yo lo cogí.
A partir de entonces empezó una historia de amor que se ha prolongado hasta hoy mismo.
Recuerdo que, incluso, en previsión de que le pasase algo a aquel ejemplar primero, compré un libro de repuesto, que me debió de costar cien pesetas de la época o ciento veinticinco (Comentario al márgen: qué buenos momentos me han proporcionado esos montones de libros de oferta y rebaja).
Este segundo ejemplar, a pesar de eso, se perdió. Y el que hoy me acompaña lleva escrito en la página de respeto, con cuidadosa letra infantil (una letra domada por inmisericordes cuadernos de caligrafía Rubio) el nombre de mi hermano.
El Misterio de la Isla de Tökland (en adelante EMIT) es un libro de Joan Manuel Gisbert, prolífico autor que se dirige, sobre todo, al público juvenil. Es una de esas historias que se pueden disfrutar a cualquier edad (yo mismo, sigo disfrutándola a mis veintidoce).
El punto de partida es bien simple y sugestivo, modélico en su género: un millonario excéntrico, Mr. Kazatkian, convoca un concurso para resolver “El mayor enigma de todos los tiempos”. Se trata de internarse en un laberinto lleno de enigmas que se encuentra en el islote de Tökland, perteneciente al ficticio archipiélago índico de Dondrapur.
Tras una primera parte, que funciona como una especie de prólogo extendido, avanza la historia hasta llegar a un final electrizante (que, por supuesto, no voy a contar)
Gracias a mi hermano leí tambien el único libro que he pirateado en mi vida (perdón, SGAE, perdón).

Mi magra economía de entonces (tendría yo quince, dieciséis años) no me permitía comprarme un ejemplar auténtico de “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, así que Canon acudió en mi rescate. Durante muchos años sobé aquellas fotocopias en las que se contaban los casos que había estudiado el profesor Oliver Sacks, psiquiatra estadounidense especializado en trastornos cognitivos.
Me encantaba leerlos en primavera, con la ventana abierta, la luz del sol reflejándose en la pared encalada del patio de mi casa, los ruidos de los primeros pájaros, el silencio de una tarde soleada de sábado, un paquete de galletas María Fontaneda para ir mordisqueando al paso de las páginas. Qué felicidad.
El ejemplar que tengo ahora es una edición en inglés, que compré en el almacén de Caritas que está cerca de mi casa (esa cueva de Alí Babá en la que duerme el pasado reciente más doméstico de este país). A mi hermano le mandaron leerse el primer capítulo, el que da título al libro, y yo empecé…Y no paré hasta que terminé el último, aquella misma noche. Recuerdo que lo leí en la cama, la almohada doblada en dos detrás de la espalda, a la luz de una lámpara que daba una luz buenísima para leer y que, desgraciadamente, falleció poco después víctima de un topetazo contra el suelo.
Cuántas noches pegado a ella viajando por apasionantes mundos desconocidos.

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Comentarios

Una respuesta a «»

  1. Avatar de m.
    m.

    Mi economía se iría a pique si me comprara todos los libros que me apetece leer. Ahora mismo me estoy leyendo uno muy bueno en inglés (chick lit muy divertido, con una protagonista que finge amnesia). En cuanto acabe con él, me pondré con uno de Dan Brown que me está llamando a gritos y otro que se llama “El cuento número trece”. Qué placer leer, ¿verdad? Que no me lo quiten nunca, por DioR.

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