Querida sobrina:
Tu abuela se me quejaba la semana pasada–creo que con razón- de que mi última carta era demasiado negra. Cuando la escribí no tuve esa sensación, aunque sí que es cierto que nuestra familia está recorrida por una veta alquitranada de pesimismo que, a veces, puede confundirse con otras cosas (el ser capaz de reirse de las desgracias no quiere decir que uno no las considere un elemento inevitable de la vida).
Así pues, y para compensar, he decidio hoy hablarte de cosas alegres.
Desde que el ser humano empezó a tener conciencia de sí mismo (eso, y no otra cosa, nos diferencia de los animales) se encontró con la necesidad de convertir a sus cachorros en futuros adultos autónomos. Para ello, inventó maneras de transmitir a las crías los conocimientos y las reglas del grupo, así como unas elementales pautas de autoprotección. Así nacieron las nanas y los cuentos, ese tesoro de la humanidad que nos une con lo más profundo de nosotros mismos.
En esta época en la que todo se ha despersonalizado, los cuentos son material sujeto a pasteurización y sus personajes han adoptado los nombres que les han impuesto las todopoderosas industrias del entretenimiento. Por ponerte un ejemplo: durante toda mi infancia, el chico que decía “ábrete, Sésamo” para que se descorriese la roca que tapaba la gruta de Alí-Babá, se llamaba Aladino (nombre que llegó, como el cuento, a través de Italia). En los noventa del siglo pasado, se estrenó la película de animación que ayudó a McDonald´s a vender tantas hamburguesas, y el Aladino de mi infancia quedó transformado en un flamante y artificial Aladdin.
Por suerte, en mi memoria y en la de tu padre quedan islotes que aún no han sido tocados por la mano tenebrosa de Walt Disney. Son las historias de tu bisabuela paterna, que dudo mucho que le interesen a los magos de la animación digital, porque no parece que sean muy adecuadas para desarollar chismes de colores ácidos.
Desgraciadamente son sólo fragmentos, parecidos a los que asaltaban a Winston Smith, el protagonista de 1984, una novela que confío en que algún día leerás. Son, por ejemplo, canciones de jugar a la cuerda, de cuando tu bisabuela era pequeña. Canciones que, aún cantadas, llevan el ritmo bamboleante e hipnotizador de la comba.
Algunas pueden datarse por los personajes a los que hacen referencia, como aquella que habla del pobre rey Alfonso XII que iba a buscar a su esposa.
Dice así:
Dónde vas, triste de ti
Voy en busca de Mercedes
Que ayer tarde no la vi
Muerta está, que yo la vi
Cuatro duques la llevaban
Por las calles de Madrid
Los botines que llevaba
Eran de lindo charol
Que se los regaló Alfonso
El día que se casó
(el día que se casó)
Empezaba siempre igual: “Esta vera vera era…” (el “érase una vez” era desconocido en Extremadura, por lo visto) una familia que estaba comiendo. Al terminar de comer, la madre mandó a la niña a la fuente a lavar las tres cucharitas de plata que la familia había usado . En esto, llegó un hombre que entabló conversación con la niña. Y ella, que era algo ingénua, le hizo caso, se distrajo y en un momento el hombre ¡Zas! La metió en un saco y salió corriendo. La madre, al ver que su hija no volvía, la buscó por todas partes sin encontrarla, llorando desconsoladamente. Cuando fue a la fuente, encontró sólo las tres cucharitas de plata, abandonadas junto al caño. El hombre, mientras tanto, iba por los pueblos diciendo que tenía un saco que cantaba. Siempre hacía el mismo truco: se ponía en la plaza del pueblo con el saco en una mano y un palo en la otra y, cuando había reunido un grupo de gente, decía: “Zurrón, canta, o te doy con la palanca”. Y entonces la niña, metida dentro del saco, cantaba:
La gente, le echaba monedas con las que comía él y mataba de hambre a la niña a base de cuscurros de pan duro.
Un día, el secuestrador (que, como todos los malos, era algo tonto) volvió sin darse cuenta al pueblo de dónde era la niña. Se puso en la plaza del pueblo y realizó el prodigio del saco cantante. Sin embargo, la cosa le salió mal porque, aquella vez, la madre de la niña estaba en la plaza y, con ese instinto infalible de las madres, reconoció la voz de su hija. El pueblo entero fue detrás del malo al que apalearon e hicieron huir (a la sabiduría popular, en ciertos casos, le parece lícita la ley de Lynch). Y así la familia volvió a estar reunida y todos felices comiendo perdices.
El último fragmento del que quiero hablarte no está completo, pero parece un manual de cortejo en forma de reloj. Escucha:
A las dos, el reloj
A las tres, te esperé
A las cuatro, el retrato
A las cinco, un brinco…
Años después, cuando ya tu bisabuela era, sin saberlo, una dueña medieval de la que los niños se reían cariñosamente, tu padre, Ainara, la hacía rabiar con el verso que da título a este post. Y ella, enfadada como sólo se pueden enfadar los niños y los viejos, repetía “A las tres, a las tres te esperé”.
Tengo que dejar de escribir porque la carta se está haciendo demasiado larga.
Cuidate mucho. Hasta la semana que viene.Un beso de,
Tu tío.
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