El libro de memorias de Luis Buñuel también es un poco plano, quizá voluntariamente y, tras leerlo, uno se queda con la impresión de que el viejo sordo de la mirada suspicaz se llevó a la tumba todos sus secretos. Sin embargo, hay una imagen que me persigue y que le delata: Buñuel se avergüenza de llorar facilmente, incluso ante los melodramas mejicanos más sencillos, que son su secreta afición.
Yo también lloro con bastante facilidad, aunque ya no me avergüenza. Incluso me gusta. Porque después me quedo muy tranquilo. Mientras ayer leía ávidamente la noticia de la muerte de Heath Ledger, recordé que su actuación en Brokeback Mountain me había hecho llorar. Mucho. Recuerdo que puse el cd en el ordenador sin saber en dónde me estaba metiendo y que, a la mitad de la película, ya estaba llorando desconsoladamente por la suerte de aquellas dos personas que estaban condenadas a no entenderse. El papel de Ledger era el más difícil de los dos principales, porque era el que menos líneas tenía de diálogo. Los actores tienden a expresarse por medio de la palabra. Sin embargo, Ledger componía todo su personaje con el lenguaje corporal, con unas miradas a cámara que transmitían una soledad que solo quien ha sentido la soledad puede transmitir. Unas miradas que pinchaban, que herían en lo más profundo, que suscitaban el llanto, la compasión y la catarsis.
Supongo que, cuando me enteré ayer de que Heath Ledger había muerto, lo sentí por su personaje y no por él (su vida personal me era enteramente ajena, claro). Para mí había muerto el hombre de Brokeback Mountain. Aquel hombre que, con su silencio, tanto me había hecho llorar.
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