Ya he matado mi primer armario
De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,/ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola

4 de Febrero.- Cuando yo era chico, uno de los lugares más enigmáticos de mi casa (y, por lo tanto, más atractivos) era el armario de la habitación de mis padres. Un monstruo oscuro, de fondo interminable, en donde se guardaban todo tipo de tesoros que mi imaginación apenas podía abarcar.
Recuerdo que un día, mi madre, no sé por qué, decidió que el armario aquel tenía que tener patas y le dio la paliza a mi padre hasta que el hombre accedió a ponérselas.
Aquellos ocho tacos de madera, tallados con graciosa forma de garra de león, llegaron envueltos en el papel de estraza de la carpintería. Mi padre eligió un sábado soleado para la OP (Operación Patas). Se levantó temprano y empezó la tarea de desmontaje del monstruo, que se resistió con todas sus fuerzas a entregar sus secretos. A las dos horas de lucha,la casa estaba como si hubiera pasado un huracán o como si Caritas hubiera decidido organizar un rastrillo para remediar enteramente la carencia de ropa del África subsahariana. Mi padre sudaba con el destornillador en la mano, y el armario, el monstruo, seguía ahí, impertérrito, ceñudo, oscuro y agazapado como el último dinosaurio de su especie.
Para la una del día, el despiece del monstruo empezó, lentamente, a dar sus resultados. Cayeron los costados que quedaron apoyados en la pared; los fondos de cartón piedra, las puertas, que dejaron de custodiar secretos para convertirse en unos tablones de madera con tiradores dorados. Los cajones, como las costillas de una ballena, quedaron amontonados en un rincón.
Al final, el viejo armario marrón oscuro quedó tendido en el suelo, sin fuerzas, y mi padre pudo levantar el escaso rectángulo que quedó y atornillarle aquellas raquíticas ocho patas que sostuvieron, durante unos años más, todo el peso de nuestra parafernalia familiar.
Pero después de aquello el viejo armario no volvió a ser el mismo. Cada vez que nos acercábamos, las puertas chirriaban de miedo, los agujeros de los tornillos, que habían cogido holgura durante la batalla con mi padre, pedían el fin de un tormento que no había empezado todavía (ni iba a empezar ya nunca más, hasta el definitivo desguace). El armario comprobó que su vida era perecedera, experimentó en sí mismo la fragilidad de la existencia, y se convirtió en un un viejo que contaba con avaricia unos minutos de vida que, lo sabía perfectamente, se acabarían algún día.
Durante este fin de semana, no he dejado de acordarme de aquel armario y de la batalla titánica que mi padre sostuvo con él para atornillarle, a como diera lugar, aquellas ocho patitas de color caoba que mi madre quería que tuviera. Y es que este finde yo he construido mi primer armario de cuatro cuerpos, y me he sentido como los zulúes, que para pasar a formar parte de la tribu tienen que matar un león. He montado una especie de monstruo del IKEA que he tenido que acarrear sobre mis lomos durante seis pisos (doce descansillos). He desmontado el armario viejo que también he tenido que bajar doce descansillos-seis pisos. He subido las piezas en un camión y, ayer por la noche, las dejé apoyadas contra la pared del sótano de una casa extraña, donde quedaron esperando la resurrección de los cuerpos.
Pensaba haber escrito este post de otra manera, pensaba haberlo titulado “La Mierda´l IKEA”, un título que describe perfectamente cómo me sentía yo el sábado por la noche. Pero, mira tú por dónde, he decidido darle a mi vida un enfoque positivo.
Al fin y al cabo, he sobrevivido a un rito de iniciación.
Si he montado un armario de cuatro cuerpos del IKEA, me siento capaz de hacer lo que sea.

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Comentarios

2 respuestas a «»

  1. Avatar de Mújol

    Mira tú por dónde, has decidido darle a nuestras vidas un enfoque positivo -aunque sea sólo por un ratito-.

  2. Avatar de Anonymous
    Anonymous

    jajajajajajjajaja que bueno, como se acuerda uno de las cosas de pequeño

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