Ayer , y aún hoy, en todos los escrutinios, se enseñaba un mapa de España en el que se veía en qué lugares había vencido el Partido Socialista y en cuales había vencido el Partido Popular. Dicho mapa fue utilizado, sobre todo por los medios afines al PP, para demostrar que ni la victoria socialista había sido tan contundente ni su derrota tan amarga. Era una forma de dar las gracias por los apoyos recibidos a las amplias capas de la población que, en esta guerra de tirios contra troyanos, se han acogido al bando azul.
Ayer, mientras Rajoy recibía los vítores de la hinchada que pedía la dimisión de Zapatero (hay gente que es el rayo que no cesa), a uno le dio penilla. No por compatibilidad política, sino porque uno siempre ha sabido apreciar a un profesional serio allí donde lo ve. Y Mariano Rajoy, Don Mariano para los tertulianos de su palo, es un político aplicado, que está colocado a la cabeza de un partido que, hoy por hoy, es una piscina llena de tiburones que se están afilando los colmillos para morderle el pompis.
Ayer mismo, una comentarista vasca, más pepista que el papa, ya pedía su cabeza y le conminaba, con el estilo dominatrix que le es característico, a que organizara una sucesión lo más ordenada posible que no diera lugar a guerras fratricidas. Que las habrá a pesar de todo. Ayer, en el balcón de Génova, sonreían por última vez los últimos restos del equipo de Aznar y, aunque el ambiente parecía festivo (tanto, que hubiera podido creerse que había ganado Rajoy) estaba claro que, a pesar de las banderas de España con el toro de Osborne y la musiquilla pegadiza, allí no había más tela que cortar.
En las filas de enfrente, victoria, pero menos. Porque está claro el mensaje de las urnas: Zapatero ha ganado, pero tendrá que pactar con unos y con otros (¿Hasta con el PP?) para manejar el país durante un cuatrienio que se presenta difícil: sobre todo por una crisis económica que ya está llamando a la puerta con su mano fría, con todo lo que eso conlleva.
Pero, fuera de estas cosas que, al fin y al cabo, conllevan el devenir natural de las elecciones, los comicios de ayer tuvieron otra consecuencia, dizque perniciosa:
La abrumadora presencia mediática de “los principales partidos” (como odio esa frase) ha hecho que las opciones minoritarias se hayan desdibujado hasta quedar como una minoría multicolor en el arco parlamentario. Vamos, si Dios no lo remedia, hacia un bipartidismo macizo, que hará que la política española se empobrezca (más aún). Un bipartidismo debido, sobre todo, a que los ciudadanos han parecido inclinarse por el voto útil, concepto que cada quien entiende como puede; aunque tampoco hay que descartar que los nacionalismos han tirado de la cuerda más de lo que hubiera sido aconsejable (salvo CiU, partido formado por gentes que guardan su dinero en un calcetín debajo de una baldosa) y tampoco que IU, desde que se fue Julio Anguita, que gloria haya, no ha conseguido hilar más que un discurso átono de carriles bici. Aunque quizá también es que IU no ha conseguido tampoco agarrarse a ningún grupo de medios que le sirva de correa de transmisión (porque, siendo realistas, Second Life no está al alcance de la mayoría de los votantes de la coalición rojiverde).
Y la pregunta es, dado todo esto: ¿Se prolongará el sopor de los últimos cuatro años, el atontolinamiento, la tomatización, el grito, el rechinar de dientes? ¿Habrán aprendido los políticos que se empeñan en gobernar a los españoles y tratarán de hacer su trabajo con un poco más de decencia? ¿Gastarán mejor nuestro dinero? ¿Remediarán mejor a los que necesitan remedio? ¿Se reirán más? ¿Asistirá a los parlamentarios –particularmente a los más gritones- un equipo de terapeutas que les recomendará hacer un uso más frecuente de sus matrimonios (hetero u homo)? ¿Se extenderá una ola de placidez por las cámaras alta y baja cuando todos nuestros diputados hayan comprendido que “all they need is love”?
Cuatro años, cuatro, tenemos aún para averiguarlo.
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