NOTA: Por causas ajenas a mi voluntad (pero no tan ajenas a mi mala memoria) este post no se pudo publicar ayer, a pesar de estar escrito.
Cuando era pequeño, sobrina, tenía miedo de dos cosas: de que estallase la tercera guerra mundial y del fin del mundo. Unos miedos muy extraños para un niño pequeño, ahora que me fijo. Los miedos de los críos suelen ser más domésticos, más apegados a su realidad diaria (que mamá y papá no estén, la oscuridad, los perros…) yo no: yo me aterrorizaba con cataclismos a escala mundial.
En mi niñez vivíamos en un ambiente milenarista. La proximidad del año 2000 hacía que la gente sintiese la fascinación de la cifra redonda. En cuanto se juntaban dos pseudocientíficos se ponían a hablar de Michel de Nostradamus, interpretando sus cuartetas de la forma más aterradora posible. En unos telediarios en los que aún se decían frases como “según fuentes de la agencia Tass” o “en la portada del diario Pravda de hoy” no se perdía oportunidad de meter imágenes de pavorosos hongos nucleares. Incluso los testigos de Jehová decidieron un día anunciar que el mundo se acabaría en tal fecha de tal mes. Recuerdo que, la semana antes, mi prima Y., entonces una niña, decía que ella no quería morir tan joven. Morir, como si los niños supieran lo que significa morirse.
También se decía que Juan Pablo II sería el último papa antes del fin del mundo, porque lo había anunciado la virgen de Fátima en el tercer secreto, y mi imaginación infantil era capaz de visualizar el fin de los tiempos con toda su parafernalia de fuego cayendo del cielo, muerte y destrucción. En cualquier caso, me lo imaginaba, curiosamente, como una cosa instantánea. Dios remangándose y diciendo:
Sin embargo, sobrina, mis miedos, con los años, se han hecho pequeños. O bien se puede decir que es un mismo miedo enorme e insondable que ha ido abriendo sucursales negras. Mi miedo más grande es a la muerte. Me aterra morir. Y a partir de ahí, suma y sigue. Me da miedo la enfermedad, me da miedo perder a los que quiero, me da miedo veros sufrir. Me da miedo el dolor. Mi mundo, Ainara, es pequeño, como lo será el tuyo. Cada cambio en él, casi siempre una pérdida, me duele como si me arrancaran un trozo de mí.
Te cuento esto porque no quería que mis cartas se convirtieran en un catálogo de éxitos: de cosas que he resuelto y que te ofrezco, triunfante y bobalicón, sentado en mi propia y cómoda verdad. Cuando la muerte vino a verme por primera vez, cuando desapareció delante de mis narices una persona muy querida y yo no pude hacer nada para evitarlo, salvo andar arriba y abajo por un pasillo enlosado de terrazo, entonces algo se me rompió dentro que no he podido volver a reconstruir. Simplemente estoy partido, Ainara. Desde ese día tengo un pavor absoluto del futuro y la confianza que tenía hasta ese momento, simplemente, se ha evaporado.
Sin embargo, Ainara, lucho cada día por aprender a vivir con este miedo. Lucho por integrarlo, lucho por dominarlo y que no me coma. Lucho porque me deje disfrutar de la vida, quizá un poco menos de lo que disfrutaba antes, es verdad, pero de otra manera. Estrujando el placer de cada segundo hasta que no queda ni una gota, no dejando nunca de hacer por los demás lo que puedo hacer en cada momento, no esperando nunca a mañana para decir “te quiero” o “me haces la vida más agradable” o “gracias por todo lo que me das”. En tu mano estará que, una vez te toque el dedo helado del pavor, su frío se transforme para ti en un elemento paralizante o en una espuela. Sin temor a perder lo que se tiene, el sabor de la felicidad se relativiza, Ainara. Cada segundo en esta vida es un regalo. No hay que dar nada por supuesto. Todo lo que nos hace feliz, todas las personas que nos quieren, el agua que sale del grifo cuando apretamos el pulsador, el desconocido que es amable con nosotros en una tienda, una conversación íntima con un amigo querido, todo, Ainara, todo podría no estar ahí. La vida entera es un regalo.
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