Almodóvar es el héroe del niño raro que todos llevamos dentro. Cuando en el recreo abríamos la boca y los otros chavales nos miraban como si hubieran visto un marciano, ya entonces, decíamos para nuestros adentos: “cuando tú seas ayudante de bazar seco en Carrefour, yo seré Pedro Almodóvar”. No era verdad, claro, porque Pedro Almodóvar solo hay uno (quizás afortunadamente); pero esta mentira, rumiada con los dientes apretados, nos salvaba de caer en el desánimo.
Los tontos creen que Almodóvar es el resultado del azar, del clientelismo. Piensan, como de los cuadros de Miró, que cualquiera podría hacer una película de Almodóvar. Sin embargo, la refutación de este argumento está en toda la obra de Almodóvar, que mana como un chorro de pintura roja inagotable. Eterno pero siempre desigual a sí mismo.
Almodóvar tiene un lado oscuro, por supuesto, porque todos los supervivientes persisten a costa de alguien. El éxito siempre es culpable. Y Pedro Almodóvar lleva al cuello una ristra de cadáveres que empezaron a andar con él pero que fueron descartados por esa cosa tan arbitraria que es la vida. O que quizá se descartaron a sí mismos, deslumbrados por luces que los llevaron hacia los abismos. Sólo los que son inmunes a la fascinación de la fama, o los que tienen el mismo hambre insaciable que Almodóvar, son capaces de sobrevivir en su mundo de hombre a dieta rodeado de mujeres sabias. Como Bibiana Fernández, la mujer de España que mejor habla, con mucha diferencia, y a la que uno sueña dedicada a la política. Como Alaska, con su melena naranja, que posa siempre con infinita paciencia para todas las fotos que le piden sus admiradores. Como Chavela Vargas, otra superviviente de sí misma, que cuenta historias desternillantes con su mirada centenaria. Historias que, si son mentira, uno desearía con todas sus fuerzas que fueran verdad.
Sin embargo, no es verdad que Almodóvar haya abandonado sus raices y se haya vendido. Es que Almodóvar siempre estuvo vendido. Fue su frustración de no poder salir en el Hola lo que desencadenó el cabreo que hizo posible que el furioso Almodóvar adolescente saliera de la Mancha, entrara a trabajar en Telefónica e iniciara su asalto al poder, ciscándose en toda la cultura oficial. Han pasado treinta años, y Almodóvar por fin, ha entrado en el olimpo de los diesel. Qué más Hola que Carolina de Mónaco y su principadito inútil. Qué más Hola que Alberto II y su palacio real encanijado. Qué más Hola que la cárcel en la que se pudre Estefanía, esa mujer con cuerpo de boxeador y mente de gangster siciliano.
Este fin de semana pasado, Almodóvar asistió al Baile de la Rosa, que celebraba este año una edición dedicada a La Movida (lo que quiera que sea eso, si es que alguna vez existió). Y uno, cuando ha leido las declaraciones que todos han hecho a propósito del evento, no ha dejado de pensar que tenían un tono melancólico. El propio Almodóvar ha dicho que aquello era “como echarse una siesta y soñar con hace veinticinco años”. Como mirar en la Bola de Cristal y vernos como entonces, sentados delante de la tele viendo las aventuras de los Electroduendes.
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