Desde ayer, a este catálogo de imagenes dulces hay que añadirle una terrible: la de un tal Herr Fritzl, ingeniero jubilado, otrora respetable ciudadano de la localidad, que ha mantenido veinticuatro años encerrada a su hija Elisabeth, con la que ha tenido seis hijos (uno de ellos muerto debido a la falta de asistencia médica e incinerado por su abuelo y padre en un horno).
El Herr Fritzl, en las fotos, es un señor que tiene pinta de patriarca de culebrón sudamericano de los setenta. O sea, traje gris con la americana abierta debido a la próspera panza, corbata de rayas de nudo grueso, patillas canosas, bigotazo…en fin, como dicen aquí, volles programm.
La cosa se ha descubierto, y con esto no hago más que repetir lo quehan dicho los periódicos, cuando, en el hospital de Amstetten, apareció una chica de diecinueve años que parecía haber caido del planeta Marte, aquejada de una grave enfermedad de origen genético. No figuraba en ningún sitio. No tenía ninguna tarjeta sanitaria, no tenía nombre. El herr Fritzl aducía que se la había encontrado en el umbral de su casa. Exactamente como si hubiera llevado a un perro perdido a la protectora de animales.
Los médicos de Amstetten que, además de beber fantas en las fiestas de la activa parroquia local, deben de haber asistido a entretenimientos más adultos, inmediatamente sospecharon que algo más pasaba y, después de hacerle a la chica las pruebas necesarias, descubrieron que el herr Fritzl y ella estaban emparentados: no sólo era su abuelo, sino que también era su padre.
A partir de ahí, y después de poner al monstruo a buen recaudo, se destapó el drama. El patriarca del clan Fritzl se reveló como un formidable minotauro que guardaba en el sótano de su casa a su hija y a tres de las criaturas que ella había concebido, fruto de sucesivas violaciones . Los chicos nunca habían visto la luz del día. Los otros dos hermanos convivían con el matrimonio Fritzl haciendo una vida “normal” e incluso sacaban buenas notas. Había cartas que probaban que la hija los “había cedido” al abuelo. En este momento están todos en manos de psicólogos. El viejo ogro tenía encerrado su secreto en un sótano de una altura máxima de 1,70 equipado con las últimas medidas de seguridad (puertas que se abrían con códigos, espacios electrificados, habitaciones acolchadas, sistema de ventilación). Desde 1984, la interpol había tomado cartas en el asunto. Sospechaba que Elisabeth Fritzl, la hija,había caido en manos de una secta.
Como siempre, ningún ciudadano de Amstetten notó nada. Tampoco la mujer de Fritzl ni el hermano de Elisabeth encontraron ninguna cosa extraña en su vida.
Lo de los vecinos es más explicable. Supongo que, pasado el momento de la desaparición de la chica, los habitantes de Amstetten pensaron que preguntarle a esa familia era como remover el dolor de la pérdida. Incluso, quiero pensar que pudieron disculpar que todo el mundo en casa de los Fritzl se hubiera vuelto un poco hosco, quizás más reservado de lo normal. Al fin y al cabo, la desaparición de un miembro de una familia es un acontecimiento dramático. En todas las familias hay cosas de las que es mejor no hablar por no hacer daño. Los años pasaron y, poco a poco, el asunto de las rarezas de los Fritzl debió de pasar a formar parte del paisaje mental de sus convecinos hasta convertirse en un runrún imperceptible; algo tan sabido como la floración anual de las hortensias o la situación exacta del estanco del pueblo.
Curiosamente, el otro día, en una cena, me reía yo del tema. Comenté, en son de alabanza, una caracteristica austriaca que ha podido hacer posible que el herr Fritzl haya hecho lo que ha hecho. Decía yo que, desde que vivo en Austria, mis vecinos son para mí poco más que una certeza intelectual. Como la existencia del átomo, o la radiación ultravioleta. Sé que existen porque alguien me ha dicho que existen. Pero no porque les escuche, ni tenga pruebas de primera mano de su existencia. Por ejemplo: pared con pared con mi dormitorio sé que duerme una mujer mayor. En los casi tres años que vivo aquí, ni la he visto ni la he escuchado. No sé nada de ella.
Qué diferente la casa de mis padres en España, en donde no había (casi) vida privada. Todo el mundo vivía en un (no siempre armonioso) totum revolutum y, si querías hablar de algo importante, tenías que cerrar las ventanas para que no te oyese la vecina de enfrente.
No teníamos sótano ni trastero tampoco pero, aunque lo hubiéramos tenido, alguien como el Herr Fritzl no hubiera podido ocultar ni un alfiler durante casi un cuarto de siglo.
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