Por ejemplo, ir al médico.
Por suerte, para molestias menores, cuento con mi amigo G., que fue alumno y con el que tengo confianza. Gran médico, buen amante de la caza. Un hombre inteligentísimo al que da gusto consultar. A él fui hace cosa de quince días, porque había sentido unas molestias y quería que me diese su opinión. Tras las palpaciones necesarias, me dijo que no tenía nada pero que, para asegurarnos, me mandaría a un especialista que entendía de las rías bajas del cuerpo humano. Así pues, me extendió un volante y, ayer por la tarde, salí un poco antes del trabajo para acudir a la consulta del galeno en cuestión.
El doctor que visité ayer tiene su consulta cerca del Volksteather, en el distrito 8, en una casa antigua, de estilo modernista, que recuerda mucho a los lóbregos portales madrileños del Barrio de Salamanca. Cristales biselados, plantas trepadoras modeladas en yeso, escaleras de caracol que ascienden hacia un cielo infinito y Art Nouveau.
Al empujar la puerta de la consulta, me recibió una penumbra de otro tiempo. Al fondo, una muchacha detrás de un mostrador, cuyo rostro sonriente estaba iluminado por la luz de un flexo.
-Muy buenas. Me llamo Bernal. Verá: es que tengo Termin con el Doktor…
–Ah, muy bien –me recoge la tarjeta sanitaria, teclea en el ordenador mis datos, me recoge el volante, me mira con sonrisa renovada: ¿Es la primera vez que viene a nuestra consulta? –respuesta afirmativa, me tiende un vasito de plástico y dice algo en alemán que puntúa con una sonrisa. Le digo que, leider desgraciadamente ay qué pena, no he entendido lo que quiere que haga con el vasito y entonces ella me señala la boca del recipiente y me dice: pipí, bitte, pipí.
Tras dejar el vasito en la mesa dispuesta al efecto (todo muy ordenadito), me siento en la sala de espera. Techos altos, sillas Thonet, veladores de mármol, un discreto hilo musical con polonesas de Chopin.
A mi lado, una señora hojea una revista. Del sancta sanctorum sale un matrimonio. Veo un brazo del doctor. La señora que espera a mi lado, inexpresiva, deja la revista y entra a la consulta. Tras una cantidad de tiempo discreta, el doctor, con pinta de haberse pasado las últimas noches de juerga en el depósito de cadáveres más cercano, me tiende la mano y me invita a pasar. Es un hombre serio y, si no fuera por lo saludable que se le ve, uno le sospecharía aquejado de cualquier enfermedad estomacal de esas que te obligan a alimentarte de papillas de cereales.
Recupero mi dignidad al mismo tiempo que mi ropa interior recupera su posición original y me acerco a la mesa en donde el doctor, con el mismo aire de estar cumpliendo un deber un tanto fastidioso –debe de serlo, a estas horas de la tarde- teclea un informe para mi amigo G. en el que dice que estoy como una rosa. ¿Diagnóstico? La típica fatiga de los materiales.
¿Y qué hago Herr doktor? Pues no entrene usted mucho. Me despide. Auf wiedersehen y váyase por la sombrita. Y eso hago, hasta la próxima vez.
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