Para remediarlo, el gobierno de entonces decidió promulgar una ley de educación que resolviese el problema y, a cuenta de esta pretensión, se formó un revuelo que tú, criada en un país en el que el sexo ha dejado de ser tabú, no puedes ni siquiera imaginarte.
Recuerdo especialmente a una señora que siempre estaba en la tele, en representación de los partidarios de cubrir la cuestión con un púdico misterio. Una mujer seca, permanentada, con pendientitos de perla e impecables trajes de chaqueta de color gris. Era la presidenta de la CONCAPA (Confederación Católica de Padres de Alumnos).
Su misión era, básicamente, poner el grito en el cielo por todo, desprestigiando así a los católicos en general, de los que uno terminaba pensando que eran unos seres aquejados de una variedad rara de la histeria; y a los padres católicos en particular, que quedaban, tras el paso de esta señora por los estudios de televisión, como un grupo de parientes perdidos del ayatolá Jomeini.
A mí, que era pequeño entonces, me daba la sensación de que aquella señora tan ríspida estaba puesta allí expresamente, para que resultasen más lógicos los argumentos de quienes estaban por enseñar a los chavales algunas cosas sobre aquello que, de toda la vida, se había confiado al instinto investigador de cada cual.
Por fin, tras la correspondiente escandalera , la ley se aprobó y, a pesar de que las cosas mejoraron (poco) en el aspecto cuantitativo, cualitativamente continuamos durante un tiempo más (no sé ahora) en la oscuridad de quien, oficialmente, lo sabe todo pero que, al mismo tiempo, no entiende de la misa la mitad.
La cosa era así más o menos: en el curso en el que se cumplían los diez años, los educandos recibíamos, en la asignatura de Ciencias Naturales, nuestras primeras nociones a propósito de la sexualidad. Se reducían a un tema (el quinto de mi libro, si no recuerdo mal) en el que se explicaban, mediante diagramas de aspecto aséptico, las funciones de los conductos seminales y la vinculación de la uretra al negocio que nos ocupa (en el caso de los chicos). También se les pedía a las niñas que prestasen atención a los cambios que la pubertad produciría en su cuerpo y se les hacía un breve resumen del mecanismo menstrual.
A los dos grupos de bisoños escolares se les recomendaba una actitud responsable hacia el sexo ( cuyo aspecto práctico ignorábamos salvo por misteriosos rumores propagados por nuestros compañeros más maliciosos ) y la procreación que, sobra decirlo, nos parecía aún un asunto muy remoto. Al final, un apartadillo indicaba que, a nuestra hipotética disposición, existían diferentes medios anticonceptivos. En cinco páginas mal contadas se resolvía el tema.
Lo que a nadie se le ocurrió es que quizá hubiera sido también una buena idea que estos diagramas hubieran venido acompañados de algo más (que quizá se daba por supuesto, quién sabe). En mi opinión, hubiera sido tanto o más útil que conocer que, de serie, nuestro cuerpo de prepúberes venía equipado con una vesícula seminal o un set completo de trompas de falopio.
Me estoy refiriendo a que quizá nos hubieran debido advertir que el sexo es uno de los placeres de esta vida y que no debería ser fuente de ningún trauma. Y también que, en la mayoría de los casos, y pasada cierta etapa (que alguna gente no pasa nunca, pero ese es otro cantar) el sexo está vinculado a las emociones y a los sentimientos.
El único atisbo al respecto fue una enigmática frase con la que la señorita Maria José, una bendita del Señor, por lo demás, dio por zanjado el tema en octavo.
Cerrando el libro suavemente, y con el aire de quien revela un secreto trascendental, dijo:
No soy psicólogo e ignoro cómo se podría llevar a la práctica algo como lo que propongo desde ya. Pero estaría bien que a los chavales se les enseñasen los mínimos rudimentos de, por ejemplo, saber identificar sus sentimientos (el simple afecto, el enamoramiento, la ira, la frustración…).
En un lenguaje comprensible deberían ser expuestos para que, de mayores, nadie se llevase a engaño. También habría que enseñarles que, en amor, como en todo, es mucho más importante la calidad que la cantidad. Y que muchas de las veces en que se dice “querer mucho a alguien” en realidad lo que se está diciendo es “querer a alguien muy mal”. Quizá habría que aclarar a los futuros ciudadanos que, en el juego de querer a una persona, interviene de manera muy destacada determinado componente crítico/racional que le aporta calidad y sabor a las relaciones. Que a la gente se nos termina queriendo más por nuestros defectos que por nuestras virtudes, y que resulta infructuoso buscar a ese ser perfecto del que hablan las canciones y las películas “de amor”. Que reirse en compañía es el mejor fortalecedor incentivo para que dos remen a la vez, y que probar hasta dar con la persona adecuada no es necesariamente malo, sino solamente un tanto fastidioso.
Cada vez que se aborda el tema de cómo explicarle a los jóvenes todas estas cosas, se montan unos pifostios mayúsculos. Porque frecuentemente se hace de manera tan alejada de la realidad de las cosas como yo encuentro que se hizo con mi generación. Porque hay veces en que, paradójicamente, informar puede convertirse en ocultar; y querer proteger, en privar de mecanismos de defensa.
A ver si tú tienes más suerte.
Con esa esperanza se despide tu tío.
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