Debido a lo desapacible del tiempo y a otras cuestiones que no tienen importancia para la materia que trato, me he pasado el fin de semana en casa, en gran parte delante de la tele, viendo DVDs.
Quizá más tarde hable de las películas que he visto, pero de lo que sí me gustaría hablar es de algo que a determinada gente, le hace mucha gracia. Otra rareza mía más, dicen. Y esta rareza es que, de las películas que me compro en DVD, lo que más me gusta ver son los extras.
Me encanta su aspecto de producto fabricado y promocional, me apasiona ver cómo los actores describen invariablemente su colaboración con el director como una experiencia transcendental, religiosa casi.
Llego al paroxismo cuando el director dice cosas como:
Me encocora y me fascina ver las escenas eliminadas o los diseños de producción. No puedo, eso sí, con las galerías fotográficas, que siempre paso, y que me parecen una manera muy astrosa de drogarme. Porque, lo reconozco: para mí, esos reportajes tontos, tan parecidos, si bien se mira, a las teletiendas, son una droga para mí.
Normalmente, suelen ser muy buenos en las películas que tienen más de diez años. Los fabricantes tienen que esforzarse en compensar la vejez del material con algún valor añadido. Y el paraíso está en las ediciones dobles, como la que tengo de El Mago de Oz o de Ben-Hur, con esos documentales en los que se saquea a voluntad el material que duerme en la panza de ballena de los viejos, grandes estudios, como la Metro-Goldwin-Mayer, cuyo archivo compró Ted Turner, el ex-marido de Jane Fonda.
Fue él el que puso a la venta los fondos de la Metro y nos dio, a los necrófagos degustadores de cine rancio, la posibilidad de ver y escuchar lo que nadie había visto de aquellas películas que eran una apuesta decidida por un mundo artificial y azucarado, lujoso hasta extremos que sólo la avaricia de un comerciante de guantes puerta a puerta (ese había sido uno de los primeros empleos de Louis B. Mayer) podía imaginar.
Me gustan mucho también los extras de las películas de Hitchcock, o los de Steven Spielberg. Sobre todo de sus últimas películas, tan complejas. Y me quedo siempre con ganas de que me explique cómo se hizo tal o cual secuencia de Munich, o de La Guerra de los Mundos (esa película que, bajo la apariencia de ser un film de entretenimiento, esconde tantos significados ocultos). Me gusta el Spielberg negro, adulto. El Spielberg que lanza su mirada oscura sobre el mundo, una vez olvidada la inocencia de ET o la necesidad de movimiento de los viejos Indianas.
Suelo ver los extras antes de las películas –sobre todo si estoy solo, en compañía me da más palo- porque me ayudan a saborearlas mejor. Y, a veces (sí, lo confieso) me hago sesiones enteras sólo de extras. Somníferos seguros como una etapa de montaña del Tour de Francia. Trozos de realidad que te hacen pensar que el mundo, todavía, conserva cierto orden.
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