Fuera de estas excepciones, el mundo del balón es un páramo en donde ninguna planta sofisticada sobrevive. Por eso, resulta encantador observar como las ocurrencias más nimias de cualquier dominguero pasado de mentolados cobran, inmediatamente, proporciones de fenómeno de masas. El del fútbol, y más en España, es un universo vocacionalmente analfabeto que cuenta con su propio star system y con unas formas específicas de cotilleo industrial, cuyas reglas son claramente distintas de las de la información basura dirigida –presuntamente- al público femenino.
Cosa que se nota perfectamente cuando uno compara el fútbol y la llamada “prensa rosa”.
Mientras que el periodismo gineco-urológico es, básicamente, cháchara emocional (suenan constantemente las combinaciones alfabéticas “compañero sentimental”, “romance”, “relación”,”enamorada”, etcétera); en la información basura dirigida a los hombres se exaltan la acometividad y la cohesión grupal . Y como ya se sabe desde antiguo que ningún grupo puede estar de acuerdo en un conjunto demasiado amplio de valores, se eligen tres o cuatro cosas y se repiten hasta la saciedad para que la masa sepa siempre a qué atenerse.
Por eso, semióticamente, en el mundo del deporte son tan importantes los colores (banderín de enganche de múltiples lealtades). No necesitan de la palabra y apelan a los estratos más reptilianos de nuestra masa encefálica. Por ejemplo: a la selección española de fútbol se la llama últimamente “La Roja” seguramente porque, algún locutor deportivo que estudió francés como segundo idioma en su mocedad, consiguió descifrar que, cuando los galos coreaban lo de “Allez les bleus” no se referían a la tribu más pitufante, sino que trataban de espolear el ánimo de su selección nacional.
Asimismo, los pregoneros del ramo se esfuerzan en reducir el aspecto personal de arietes y delanteros a la simpleza más mineral. Por eso los jugadores y los entrenadores de fútbol son como los cuerpos astrales, como las prostitutas de lujo y como los novios de Ana Obregón: no tienen apellidos.
Por ejemplo, al entrenador de la selección española –ese vejete correoso – los especialistas del ramo le llaman “Luis” (just Luis) o, más churriguerescamente, “el sabio de Hortaleza”. Si Raúl fuera Raúl González o Buitragueño, Buitre, hubiera sido Emilio Buitragueño, el hijo de un descolorido droguero de la Gran Vía madrileña, su estrellato balompédico se hubiera visto seriamente perjudicado. Como, de hecho, se ha visto perjudicado el de David Beckam, conforme sus áreas de interés se han ido alejando de sus movimientos sobre ese verdor presuntamente infestado de malignas garrapatas, para convertirse en noticia por hacer, un poner, campañas publicitarias de gayumbos.
Los jugadores de fútbol, para triunfar en los medios, deben ser tan intercambiables como los obreros que aparecen pintados en un mural del realismo socialista. Cuanto más se parezcan a un muñequito de la Play, mejor. Si acaso, al único que se le pide tener rasgos distintivos es al entrenador, o Míster, en el argot al uso. Y esa personalidad debe concretarse en estar siempre enfadado, accionar mucho durante los entrenamientos (sean a puerta cerrada o no), tener pleitos con este o con aquel y en decir muchas veces que no. Como al chamán de la tribu no se le piden formulaciones complicadas: debe tener baraka, suerte, genio, etcétera.
Hoy debuta en la Eurocopa la Selección Española de Fútbol, y Luis Aragonés tendrá la ocasión de demostrar que cuenta con todas estas cualidades. Del resto, de los jugadores, ¿Quién se acordará de aquí a diez años? Para entonces, habrán sido sustituidos por otras once siluetas de cartón.
Deja una respuesta