El humorista español Chiquito de la Calzada, cuyo nombre suena para el sillón ñ de la Real Academia de la lengua

Los muros de la lengua mía

13 de Junio.- Una de las cosas que más molan de ir haciéndose con el alemán (lo cual, en mi caso, significa haber pasado del nivel Rainman al nivel Hola Rafaella) es que uno empieza a apreciar el sabor de las palabras, que es tanto como decir que uno aprecia los matices de las cosas. Esto es especialmente placentero para mí, que soy una persona que ama el lenguaje, y que por lo tanto sufre cuando tiene que expresarse como Viernes cuando se topó con Robinsón Crusoe.
Después de tanto tiempo reducido al silencio o al balbuceo, perfeccionando las dotes de observación para reirme cuando todo el mundo se reía (esa risa contenida por la que los extranjeros nos distinguimos) resulta un placer recobrado poder expresarse con caricias y no a martillazos, poder ser educado cuando entro a una tienda; o ir conquistando, poco a poco, determinadas formas de la sutileza verbal, del mismo modo que un paralítico puede ir recuperando el uso de un miembro que creía tener perdido para siempre.
Una de las cosas que más me dolían cuando llegué aquí era no poder participar en las conversaciones de la gente. Para alguien como yo, que habla con muchísimo gusto y disfruta discutiendo de los más variados temas, el peor exilio es el lingüístico. Pero, desde el principio, me di cuenta también de que era una etapa que había que pasar. Y que llorar no servía de nada: había que ponerse a aprender.
Cuando hablé de la costumbre austriaca de cocinar un pavo por San Martín, mencioné a la Tante R., encantadora abuela famosa por sus Knödel y su habilidad repostera –que sigue ejerciendo a pesar de estar cerca de los noventa-; ayer, sentado en su cocina delante de un vaso de zumo de manzana, me acordaba de la primera vez que disfruté de su hospitalidad. De su servicio de café de porcelana Augarten, de sus cucharitas de plata que refulgen a la antigua, de ciertos adminículos que uno creía exclusivos de las películas de Merchant-Ivory, como unas pinzas para coger los terrones de azucar y depositarlos, con un cómico plup, en la fina taza llena de líquido humeante.
Pues bien: aquella primera vez, no me enteré de nada de lo que me dijo aquella señora. Sólo llegó hasta mí una catarata de afecto y de besos que no ha parado hasta hoy. Ayer, por fin, después de tres años, conseguí entender lo que me decía Tante R., y no sólo eso, sino que pude corresponderle y charlar con ella como, en su día, solía hacerlo con mi abuela.
Y merced al poder evocador del lenguaje, me vi transportado a la dureza invernal del periodo de entreguerras y vi a Tante R., de niña, en un internado serbio, aguantándose las ganas de ir al baño por no saber pedirlo en el idioma que hablaban las maestras de aquella institución. Y la vi, como una chica de veinte años, recogiendo las cuatro cosas que pudo transportar antes de que las tropas del mariscal Tito arrasasen su pueblo, delante de sus ojos. Y la vi después con un niño de siete meses envuelto en una manta, huyendo con los dedos de los pies rotos a través de los campos de maíz, alejándose del avance de los ejércitos en combate. Y ya en la posguerra, trabajando en el servicio del hotel Sacher, o preparando canapés para cocktailparties de cuatrocientos invitados.
Somos nuestra memoria. Y nuestra memoria son las palabras. Y sin palabras no somos nadie.
(Escribo este post porque, como castellanoparlante, aún estoy bajo los efectos del alipori que me ha sobrevenido tras las palabras de la Ministra de Igualdad del Gobierno Español, señora Aído, que, en un intento de defender su valiente estilo comunicativo, ha dicho textualmente que “anglicismos (!) como fistro(!!) y guay(!!!) no tuvieron tantos problemas para entrar en el diccionario” –ante las reacciones que, en entornos académicos, ha suscitado “miembra”, su audaz aportación a la neolengua-).

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